Los cocodrilos

«Los cocodrilos» es un cuento que aparece

en el libro Metztli (Capítulo Siete, 2018)

de Xánath Caraza.

El verdadero problema fueron los cocodrilos.  Los tiburones que llegaron hace veinte años, quién sabe de dónde, los fueron pescando uno a uno los valientes pescadores de Burano.  Los mandaron a llamar, más por la fama de sus abuelos que la propia.  Se hicieron fotos con los tiburones colgando y los arpones que sirvieron más de adorno que de otra cosa.  Los cocodrilos sí fueron un problema, de pronto las mascotas, las más pequeñas, y algunos gatos callejeros, adoptados por las casas frente al canal grande de Murano, empezaron a desaparecer.

Las sospechas comenzaron cuando una señora que caminaba con su perrita muy temprano por la mañana la soltó y la perrita curiosa, sin saber que sería la última vez que lo hiciera, se asomó al canal atraída por el inusual movimiento del agua.  La señora, sin preocuparse, se dio la vuelta para fumarse un cigarro, como lo hacía usualmente, y ver unos collares de cristal rojo en uno de los tantos aparadores muy cerca del museo.  La perrita nunca apareció.  La señora se cansó de llamarla, no dejó de fumar pero la pequeña, Zucchini, así se llamaba, nunca apareció.

Primero sospecharon de unos corredores americanos que recién habían llegado a la isla de Murano pero ya se daban a conocer muy temprano por la mañana con sus recorridos por la isla.  La policía los interrogó y nunca encontraron ni rastro de la Zucchini.

Luego vino el agua alta en luna llena y ese sí fue un verdadero problema.  Los cocodrilos, ya más acostumbrados al terreno, conociendo las costumbres de las personas, empezaron a caminar junto al canal.  A veces, como buenos cocodrilos, se quedaban entre los botes y solo se percibían sus dos ojos brillantes.  La gente primero pensó que eran luciérnagas rojas pero se desaparecían de repente y, luego, volvían a aparecer en medio del canal.  Otras veces se veían un montón de lucecitas rojas en medio de la laguna que siempre se movían de par en par.  Luego los sonidos raros, casi como rugidos, por las noches.  Cuando llovía por veinticuatro horas seguidas, seguro se veían en la superficie acechando cualquier posible víctima, aunque fuera en plena luz del día.

El colmo fue cuando aparecieron los botes flotando a la deriva en el gran canal de Murano.  Nunca hubo rastro de sangre. Nadie supo cómo le hicieron.  La gente dejó de andar cerca de los canales por la noche, si lo hacían iban en grupos, de por lo menos cuatro, y armados con escobas, resorteras, libros muy gruesos o lo que encontraran por ahí.  No faltaba quién sacara los arpones, medio oxidados, de los armarios de los abuelos.

La población de palomas y gaviotas empezó a decrecer en Murano, eran los cocodrilos que se las iban comiendo poco a poco a falta de carne humana.  Nadie decía nada porque no querían que los turistas se espantaran.  Afortunadamente los turistas eran tantos que con el ruido que hacían ahuyentaban a los cocodrilos.  El problema era cuando alguno que otro se quedaba hasta la media noche solo, a esos, casi siempre se los tragaban los cocodrilos, pero nadie decía nada y al otro día muy temprano los botes que recogían la basura se apresuraban para barrer los sombreros o cámaras fotográficas que quedaban como única prueba de su existencia.  Solo se rumoraba que los cocodrilos se habían comido a otro visitante pero nadie decía nada.

Una noche, una señora, ya mayor de edad, que vivía frente al gran canal quiso salvar a uno de esos turistas desprevenidos que se quedó más allá de la medianoche tomando fotografías.  El calor y la humedad eran tan intensos que la mujer se quedó sentada en la ventana.  Esa noche cuando vio lo que pasaba, prendió la luz y empezó a dar de gritos para espantar al cocodrilo.  Le tiró, desde su ventana, todo lo pudo alcanzar, una maceta con flores rosadas, un florero de cristal rojo, un elefante de metal.  Luces de otras casas se prendieron y solo algunos se atrevieron a salir a los balcones, para ver con horror, cómo el pobre y solitario turista era arrastrado al canal.  No había ni rastro de sangre al otro día.  Nadie dijo nada, ni una palabra del asunto, y la señora, misteriosamente, fue llevada a un manicomio a la siguiente semana.  Todos se quedaron en silencio.  Nadie dijo nada, ni una palabra.

Los cocodrilos han desaparecido.  Ya se puede caminar por las noches tranquilamente a lo largo del gran canal de la isla de Murano.  Eso es lo que rumora la gente.  Ayer llovió todo el día y parte de la noche.  Esta mañana alguien encontró seis libros de poesía tirados cerca de un puente.  Eran libros de la biblioteca pública de la isla de Murano.  Uno de los vendedores de cristal, que se levantó muy temprano, los llevó de regreso a la biblioteca y borraron con cuidado el registro de la poeta chicana que había ido a Murano a pasar un verano para escribir un poemario.  Nadie dijo nada. Ni una palabra del asunto.  Parece que los cocodrilos no se han ido del todo de la isla.

(Isla de Murano, Venecia, Veneto, Italia, 15 de junio de 2015).