Las tierras prometidas (Joan Barril)

Excitante resulta la búsqueda de autores brillantes que, sin embargo, pasaron inadvertidos. Cierto. La mayoría pasa inadvertida. Pero dentro de esa mayoría (de autores), la mayoría es mediocre y, por tanto, interesa que pase inadvertida. 

«Lo ha dicho como si fuera un mueble que pidiera permiso para encontrar su sitio ideal y quedarse en él para siempre».

Joan Barril fusiona ficción y realidad para ofrecernos una historia que fue historia, es historia y será historia, cuánta chispa hay en la prosa de este autor, cuánto buen hacer, disfruta el lector con la poética de los inspirados.    

«Ahora cierren los ojos y piensen en esa agua serena y oscura que se alimenta del humo de los cirios y de las manos pecadoras de quienes entran en el templo. En el agua bendita está el aroma del avaro que se ha pasado el día contando billetes. Está también la fragancia del amor furtivo que ha impregnado las caricias íntimas de los amantes clandestinos. Están el sudor del trabajador y el perfume amortizado de la prostituta. Están también el rastro de la pólvora del asesino y el salitre de los que han tenido que llorar sin tener pañuelo».

Si el mundillo literario-editorial fuera perfecto, Las tierras prometidas estaría perpetuamente disponible, pero, como es imperfecto, el libro se vende como saldo y pronto dejará de estar disponible.

«Pocas veces he conocido a alguien tan enamorado del paisaje de su infancia. Era un hombre de campo, pero con las maneras de un señor de ciudad. Pero no se trataba de uno de aquellos señores que se pasan el día bajo los porches de los cafés de Camagüey viendo cómo sus negros carretean la caña y los sacos de azúcar».

Señoras y señores, pasen y lean, busquen el libro y cómprenlo, el espectáculo está servido y podrán encontrarlo a medio euro o a tres o a cinco y pico o a diecinueve, todo vale en esta sociedad nuestra que ya hace tiempo perdió la dignidad.

«Nos perseguíamos y nos lanzábamos trozos de mar. Nos enharinábamos con la arena inmaculada del cayo y después nos dejábamos limpiar por las mansas olas del mediodía».

Escribía en catalán, como Ramón Folch i Camarasa, que también se llevó el Sant Joan. Con Ramón pude hablar por teléfono (cuando los teléfonos eran puros teléfonos), pero con Joan he llegado tarde y solo podremos seguir hablando a través de sus libros.

«El hecho de nacer en un lugar u otro te convierte en perseguido o en perseguidor. A eso también se le llama patria, esta palabra que nadie busca porque ella te ha buscado antes».

Porque hablamos, Joan y el que escribe, él me cuenta lo de su patria y yo le digo, sin pesar, que para patria la mía, que no me buscó porque sabía que me tenía, ¿acaso es más pequeño el universo que un cristal de sal?