Las Partículas Elementales o la caída al precipicio contemporáneo

¿Qué es la felicidad?, ¿es acaso un momento fugaz?; pequeños instantes que nos hacen sentir en paz, que nos invitan a respirar hondo y a vivir con intensidad algo breve-brevísimo que se escapa de nuestras manos. Aparentemente la felicidad no es un estado continuo en el tiempo para el hombre, sino, solamente ráfagas que no podemos alargar.

Las Partículas Elementales habla de esa felicidad pequeñita frente a una vida llena de amargura, de dolor, de hastío y frustración. Houellebecq narra, a través de dos personajes, Bruno y Michel, el dolor de una sociedad moderna carente de sentido y plagada de desasosiegos.

El escritor francés plantea con pesimismo absoluto la “absurda” vida de dos hombres contemporáneos, medios hermanos, que comparten algo en común: fueron abandonados en su niñez por una madre hippie que vio en sus hijos un impedimento de realización en sus proyectos personales.

Michel es un prestigioso investigador de biología, al parecer su vida, regida por la ciencia y el mundo de la investigación funciona del todo bien. ¿Es así? No. Houellebecq es contundente. Nada funciona bien en la vida de Michel. Un hombre frustrado y solitario. Su vida sexual es inexistente. No lo dice pero lo sospechamos, no es capaz de disfrutar de su sexualidad ni siquiera de manera individual.

Bruno, el medio hermano, es un profesor de literatura. Racista. Follador compulsivo. Además de la literatura (de la que poco se habla) su vida gira en torno al sexo desenfrenado, a la masturbación continua, a la pornografía como escapatoria de la realidad.

Personajes que en todo caso parecen completamente diferentes pero no lo son, los une una inmensa soledad, un vacío imposible de llenar. Uno busca refugio en la ciencia, el otro, en el sexo.

¿La culpa es de la madre?, quizás, o eso pareciera hacer entrever el escritor. La culpa es de toda una generación que los antecede, la de sus padres. La de los padres de los hombres contemporáneos. Una generación que estuvo llena de libertades, de falsos ideales. Una crítica autobiográfica porque Houellebecq es hijo de la generación del 68, generación al que él parece aborrecer.

Y es tajante, no pretende ser políticamente correcto. Si hay que atacar el estilo de vida hippie lo hace con toda la rabia que trae guardada. Ya no critica a la religión (eso es de generaciones viejas), critica la manera en la que se vive esa mezcla de espiritualidad y banalidad. La madre prefiere vivir en California en una comunidad hippie antes que ver a sus dos hijos a lo que les deja al cuidado de sus respectivas abuelas. El dedo acusador de Houellebecq se deja ver: “eres tú la culpable de este desasosiego, eres tú con tus falsos ideales la semilla de la desesperanza”.

El lector percibe en ambos personajes un desencanto profundo, una cotidianidad marcada por una rutina asfixiante, casi agonizante. ¿Son acaso unos muertos en vida? ¿Por qué no mejor lo acaban todo de una vez? Porque dentro de toda esa “mierda” de vida hay tintes de comedia que en vez de sugerirles (lo digo como si estuviéramos ahí hablándoles casi al oído a Bruno y a Michel) que mejor se acabe todo, deseamos que continúen viviendo sus desgracias, porque así parece que también nos reímos de nuestras propias desgracias, o, por lo menos, las nuestras nos resultan menos terribles que las de ellos.

En sus mundos personales aparecen dos personajes femeninos, casi como salvadoras. Dos mujeres que vienen a dotar de encanto sus pesadillas cotidianas. Cada una les da, a la pareja de hermanos, lo que ellos piden-quieren-claman.

Una le brinda abrazos nocturnos a Michel y la otra, el mejor sexo a Bruno, escenas vívidas, llenas de semen, de flujos pero también de poesía. Ahí está la felicidad y es quizás un poco de aire en la desesperanza, un poco de luz en la tiniebla.

Sin embargo, todo dura poco o, mejor dicho, todo lo bueno es breve. Ambas desaparecen de sus vidas y de manera trágica, para dejarlos solos, otra vez, solos contra el mundo. ¿Es que acaso hay otra manera de enfrentar el mundo que no sea en la soledad más profunda?, aunque ésta suponga una caída al precipicio. ¿Es acaso a lo que estamos condenados como sociedad moderna? Sí. Estamos condenados a caer. Pero en la caída también llegamos a sentir cierto placer.