La vida privada

No hay nada más público que la vida privada; lo que se ve todos los días a nadie le interesa, incluso buscamos omitirlo, ocultarlo ¿Qué haces? Nada ¿Con quién hablas? Con nadie. Tomamos lo común de nuestras vidas para guardárnoslo, para tenerlo en secreto.

Pero esas cosas que no pasan todos los días, que podemos reconocer con facilidad porque nos hacen sentir vivos o que todo ha terminado; o que nos dan la sensación de novedad, de imposible o prohibido, alimentan la curiosidad de la gente a tal grado que se cuentan historias que no han sucedido. Y a veces nos convertimos en las personas que tenemos que interpretar en la trama que ha sido escrita de nosotros, para nosotros, a pesar de nosotros, contra nosotros.

En 1949, el internet, y no se diga las redes sociales, eran solo una tentativa de la imaginación. Hoy es más que una realidad, es la realidad. Hace poco una compañera me preguntaba que si el uso del teléfono celular hacía que los problemas de las personas fueran diferentes. Otros problemas. No lo sé. Aun así contesté, y probablemente las palabras que utilicé no me pertenecían —¿alguna nos pertenece? —, pero estuve de acuerdo con lo que dije: Los problemas son los mismos. El medio en el que se desarrollan es el que cambia.

Antes, una persona le era infiel a su pareja y ésta se enteraba por alguna carta o por los chismes de la gente; ahora, se enteran por un mensaje de texto o al ingresar a alguna cuenta en las redes sociales. La constante, la gente; el chisme, la palabra de todos que no es certeza de nadie.

El problema del cuento, «La vida privada», no es la infidelidad; es hacerla pública, que la responsabilidad no recaiga sobre un solo hombre; su peso es menor si descansa en la multitud: “Todo se ha efectuado ante mis propios ojos y ante los de la sociedad entera, esa sociedad que parece indignarse y ofenderse como si nada supiera” (p. 53).

Dar a la gente acceso a tu vida es una flaqueza del espíritu que busca que el otro le de valor a tus actos, pues te consideras incapaz de hacerlo. En otros tiempos, este miedo a darle valor a la propia vida era otorgado al pueblo por medio de la palabra; la multitud lo hacía suyo por medio del chisme.

Actualmente ha cambiado poco. Las redes sociales son una ventana a la vida privada a la que cualquiera se puede asomar: “el hecho de que yo sea, cuando menos aquí, el primero que abre las ventanas de su casa y publica sus asuntos, no debe extrañar ni alarmar a nadie” (p. 53). Opinen, valoren; que la vida sea triturada en boca de todos para poder digerir lo que nos pasa.

“Teresa y Gilberto se consagraron como dos verdaderos artistas, conmoviendo hasta las lágrimas a un público que vivió atravesó de ellos las más altas emociones de un amor noble y lleno de sacrificio” (p. 58). En los otros vemos nuestros sueños, o nuestros miedos encarnados.

El internet destruyó los límites. El otro es el límite. El otro determina quién soy. La gente no mide sus palabras en internet, se mide con ellas, no sabe que lo que publica es someter a nuestro pensamiento, a nosotros mismos, al juicio de la gente, contaminada de una ideología políticamente correcta, hay que respetar todo, siempre y cuando no me haga sentirme incómodo conmigo mismo.

Las redes sociales construyen un culto al yo, al hedonismo. Todo se limita a un me gusta, me divierte, me entristece. ¡Me encabrona! Si no, no puede ser valorado. Decir cómo me siento, qué me pasa; la solución no es un fin, el fin es que todos sepan mi sentir. El bálsamo emocional es el fin.