Somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros.
Jean Paul Sartre
En la tienda de la esquina, mientras espero mi turno, una madre también hace fila con su hija. La pequeña señala un trompo y pregunta si se lo puede comprar. La madre le responde que no, que eso no es para niñas. En los ojos de la pequeña, se observa esa mirada que se dirige al interior, la mirada profunda de la reflexión. Señala otro juguete. No puedo distinguir lo que es, pero no parece algo exclusivo para niñas o para niños. La madre vuelve responder: eso tampoco es para niñas. Su mirada pasa del acto reflexivo a la confusión ¿Y eso mamá? Pregunta por una pelota de color rosa. La madre sin ver, le dice: Eso tampoco.
Al momento de pagar hace un último intento. Pide un dulce. Pica mucho, le dice su madre ¿verdad que sí señora? Le dice a la dueña de la tienda que le contesta: Sí, muchísimo.
La madre no le va a comprar nada, y aunque lo sabe; no lo dirá. Prefiere evitar la verdad con palabras que le ahorren un conflicto, que se lo eviten. A ella, porque el conflicto que pudo ser de ambas, ahora es de la niña. No se da cuenta de que cada respuesta le da forma a la mirada de la pequeña.
Aprende qué es todo lo que ella no es; lo que no es ser niña. Lo que plantea la dialéctica Hegeliana. Aprender por antítesis. Ahora, la pequeña, conoce la duda. No la bienintencionada, la reflexiva, ni la socrática. Conoce la peor de todas, la que concede la ambigüedad.
Detrás de nosotros, la fila ha crecido. Un niño llora y su madre lo amenaza con regalarlo. Me señala cuando se lo repite. El niño me mira con miedo y yo con tristeza. Dejo de verlo seguro de que no verá con buenos ojos al otro. No cabe duda de que en su mirada no existirá la certeza. Sus ojos seguirán las miradas ajenas para que lo castiguen y lo juzguen, para incomodarlo, para comprobar que mamá tenía razón aunque no la tenía. Ya lo dijo Einstein, es la teoría la que determina lo que podemos observar.
A lo lejos, otra madre grita: ¡Apúrale con esa madre cabrón! ¡Ésa no pendejo! El niño se pierde en el diálogo de lo indefinido, en este pueblo de setecientas voces, que calla lo tienen que decir y dice lo que tiene que callar. Pásame esa cosa que está junto a esa otra. La esa de ahí. A padecer la incredulidad, ese aspecto de lo mexicano ¿A poco sí?
En la tienda de la esquina vamos aprendiendo a desconfiar de la gente, a mirar con otros ojos lo que a los propios es evidente. A desconfiar de nosotros mismo y no saber quiénes somos. A desinformarnos. A decir cualquier palabra a la ligera. A decir lo primero que se nos ocurre; pero no lo que pensamos. Nos educan a toda hora para ceder al poder del grupo, a preguntarnos si es real la realidad. Creo que tengo razón, pero mi razón me dice que no puedo tenerla, porque no puedo creer que todos los demás se equivoquen y sólo yo tenga razón.
Pago y salgo de la tienda lo más rápido que puedo, antes de que la realidad deje de ser real. Antes de aprender a olvidar lo que ya sabía.