La primera pregunta

(La Dolce Vita, 1960. Dir. Federico Fellini).

Cuando creo que estoy frente a otra historia me percato que sigo contándome la misma. Tal vez como se ha dicho constantemente: el ser humano tiende a contar la misma historia, estableciendo medianas variaciones entre los hechos, colores, aromas, atuendos… investiduras al fin que le permiten destacar un detalle que en la primera ocasión no observó y que tras la segunda vista, ha adquirido un cariz diferente. Así me ha ocurrido. 

Durante algún tiempo me he preguntado ¿cuál es el sentido de la vida? ¿Qué significado posee la demanda social? ¿Cuál es la demanda personal, intrínseca al ser humano, esencial? ¿Qué queremos como seres humanos? ¿Qué quiero? ¿Dentro de lo que quiero, cuál es la diferencia entre lo que tengo y lo que poseo? Son sólo algunas de las interrogantes que me he planteado, pero son de utilidad si me percato que son las mismas que me llevan al cine, quizá me quedo sin respuesta inmediata, pero adentro de mí, hay cada vez más fuerte un sentido de una verdad posible. 

El sentido de la vida; el sentido del amor; el sentido del trabajo; la vida como sentido, la vida sin sentido, la vida con sentido… En la “La Dolce vita” (1960) bajo la dirección magistral de Federico Fellini, es Roma, años sesenta, llegamos al filme con una toma aérea: la estatua de Jesús el Cristo que cruza la ciudad, en un helicóptero para llevar al Vaticano. 

En el camino, el helicóptero se detiene a observar a un grupo de mujeres que están tomando el sol en una azotea, Marcello pregunta a las mujeres por su número telefónico y éstas le preguntan hacia dónde lleva la estatua. El ruidoso motor del helicóptero evita el mutuo entendimiento. Aquí encontramos el primer parangón que me remite a un advenimiento, a primera vista se augura mesiánico, es decir, la estatua de Jesús el Cristo llevada por el protagonista de la historia, Marcello Rubini (Marcello Mastroiani), periodista de la aristocracia y del espectáculo. Si siguiera la línea trazada hasta ahora, me atrevería a afirmar que el director ha dado el primer acercamiento a la historia: ambos personajes, la estatua del Cristo y el periodista a bordo del helicóptero, conforman una unidad, cruzan el cielo, sobrevuelan la ciudad y poseen un mismo destino: ser portadores de un mensaje. No obstante, vamos a detenernos aquí con el comentario, toda vez que nuestra mirada no se dirige al posible paralelo entre las figuras mencionadas ni por mucho al posible contenido iconoclasta. 

La película aún cuando posee una estructura episódica, la genialidad del director permite que la mirada del espectador quede atrapada en cada uno de los sucesos por los cuales nuestro protagonista transita. Si tuviéramos que resumir en líneas precisas lo que la película muestra sería una tarea titánica, pero aún más ardua es darse a la tarea de “leer” lo que cada episodio de la misma señala.

Marcello nos lleva a transitar a lo largo de la Vía Veneto en Roma donde las celebridades de la aristocracia y el espectáculo se dan cita, acompañado de un joven fotógrafo Paparazzo; Marcello un joven escritor, quien se dedica a ser reportero de crónicas sociales, da la vista de ser no comprometido con otra cosa que no sea con el placer de sus sentidos, lo demuestran sus múltiples relaciones casuales con mujeres hermosas. 

Marcello parece enamorarse siempre, de todas las mujeres, y al mismo tiempo no comprometerse nunca con alguna de ellas ni siquiera con Emma su celosa amante. 

Muestra clara de su enamoramiento eterno, con duración de una noche, es el encuentro con Silvia una espectacular actriz americana, a la cual sigue mientras ésta vaga en Roma y a quien jura su amor como si fuera la primera y la última vez, para luego acompañarla a su residencia y olvidarse de ella. De este encuentro cabe destacar dos escenas que personalmente han sido de sumo agrado: la noche en el cabaret, mientras la actriz baila en una modalidad de averno moderno, y por supuesto, el baño nocturno de la propia Silvia en la Fontana Trevi, que ha dado lugar a homenaje en otras películas[1].

El personaje de Marcello se presenta con todo lo que el ser humano puede ser en su complejidad, en su contrariedad, en su médula. Su deseo de abandonar su oficio y tomar seriamente su novela se me antoja titánico frente a su falta de compromiso, su dolor apenas dibujado por su padre, quien como visitante corre una parranda con él, pero al mismo tiempo al término de este episodio llega la partida del padre, el mismo que sin aducir por mi parte razones psicológicas me merece una nostalgia interminable. 

Una tras de otra las noches de Marcello son grandilocuentes, los personajes que son mirados a través de sus ojos, como el caso del falso milagro donde dos niños mienten acerca de una supuesta aparición de la Virgen en las afueras de Roma, en donde se ve una multitud inmensa, una nostalgia enorme por recuperar la fe, una mirada sin pausa a lo que en nombre de la fe puede ocurrir. 

Cada elemento de la película es tan vasto en el análisis que dando por sentado este hecho, debo aceptar que es el episodio de Steiner, un amigo intelectual de Marcello con una vida familiar perfecta, el cual me ha hecho volver a cuestionarme acerca del sentido de la vida. Steiner termina asesinando a sus hijos y cometiendo suicidio, privando a su esposa de saberlo e incluso mintiéndole para que no pueda detenerlo. Este episodio con todo su discurso previo entre Steiner y Marcello, con toda la voluntad por parte de quien tiene la vida perfecta me sobra dentro, porque me falta. Esa incomprensible necesidad de perpetuidad de los seres humanos, el sentido de la trascendencia como máxima aspiración y esa melancolía manifiesta y serena en cada uno de los pasos de Steiner que da frente a Marcello, que le ofrece su mano, cuando él mismo hace mucho, mucho tiempo que ha dejado de estar presente. No puedo asegurar que Marcello, como personaje haya comprendido este hecho, pero tras la muerte de Steiner, Marcello se adentra en una vida vacía, no importa el lujo porque cada lugar que pisa es en sí mismo una porqueriza de su propia existencia. Al llegar al final, Marcello acude a dos encuentros, un animal marino que ha llegado muerto a la playa, a quien no falta quien señale su aspecto y Marcello agregue que tal vez el animal, ya muerto, nos mire a nosotros y no a la inversa. 

Y el último encuentro-desencuentro con una jovencita a quien conociera tras su primera entrevista con Steiner decidido a terminar su novela, Marcello se retira a la playa a escribirla, donde es interrumpido por la alegría y el carisma de una hermosa jovencita, mientras él intenta escribir, finalmente sin dar mayor razón Marcello regresa a la ciudad, previa llamada telefónica a Emma, negándose a la posibilidad de conocer a la jovencita o apartándose de ello. Más adelante esta alegre jovencita vuelve a presentarse ante Marcello, esta vez nuestro protagonista yace en la playa tras observar el animal, ella intenta llamar su atención, cuando finalmente lo consigue el ruido de oleaje del mar impiden que puedan comunicarse, no obstante cada uno de los movimientos corporales de la joven permiten entender que ella lo recuerda, lo identifica, lo ve, pero él… él ya no puede mirarse ni a sí mismo, quizá no se recuerda, quizá no tiene idea no sólo de quién es, si no de lo que alguna vez quiso ser. 

La última secuencia del filme posee una belleza perturbadora, dejando vista la decisión final de Marcello; mientras la observaba no evité la sacudida interior; no evité que salieran a flote nuevamente las viejas preguntas; no evité si no que provoqué dejar macerar la falta de respuesta. 

Entiendo y acepto que la vida es una interrogante constante, como la última que nos regala el director en este filme; entiendo poco de las respuestas inmediatas, de las verdades abordadas desde el clisé, de la misma y solapada moral que nos entregan los diversos grupos sociales, de la importancia de la vida interior… es sólo que por un momento deseé que no llegaran a mi mente, como ahora, los versos de Tristán Tzara: “¿Cómo podría olvidar?/soy sólo un hombre hecho de tejidos y de años/de días rebasados a merced de la tormenta”[2] Y pese a éste arribo y por esta llegada, es menester decirlo: puedo entender y cuando dejo de hacerlo, comienzo a sentir tan humanamente como formulé hace mucho tiempo ya la primera pregunta. 


[1] Elsa y Fred. Dir. Marcelo Carnevale, Coproducción hispano-argentina, 2005.

[2] TZARA, Tristán. La noche herrada.