Borges detestaba a los espejos, quizá porque rompían con la singularidad del “yo” o porque desnudan nuestros horrores. Yo no temo lavarme la cara y conocer mis nuevas cicatrices sobre el cristal, tampoco me molesta que se oculte bajo mi aliento que lo empaña. Los espejos me marcan la pauta del camino, de mi deterioro.
Mi espejo borgiano es la poesía que escribo. En mi lenguaje encuentro mi frontera y en la poesía vocifero mis intentos fallidos por romperla. Por eso, la poesía duele como el fuego implacable sobre el cuerpo; porque es el espejo infalible que desnuda nuestros horrores, nuestras mentiras y escarba bajo cada letra de nuestros nombres.
Si nos olvidamos del “yo” y nos vamos a los “yoes” para formar un “nosotros” los nombres se olvidan, los reflejos singulares se difuminan en una horda sudorosa. En el juego de las identidades lo único que predomina es el lenguaje, esas convenciones colectivas para mantener unido el “nosotros”. Esa unidad se construye con infinitas palabras, gestos y gemidos entre la “n” y la “o”, y así hasta cumplir con la orgánica estructura de los números.
Sin embargo, en las entrañas de las hordas existen pequeñas fogatas de gritos y cantos. Alrededor de ellas se reúnen los que hablan por ellos, por todos, por los muertos y por los no vivos. Por un momento, aunque sus gritos sean ininteligibles, a lo lejos, en ese eco que deja el sollozo, se desnudan todas las causas del dolor que expresa el ser que canta alrededor del fuego.
Le poesía recae en ese sistema binario entre lo individual y lo colectivo. El escritor puede enfrentarse a sí mismo, en la intimidad del papel y de la voz blanca que habita entre el silencio o plantarse en un contexto, en una guerra y olvidar su nombre, su firma, su voz y sus ojos. Su voz es la de todos. Sin embargo, la intimidad es inevitable. Escribir por un “yo” o por todos se desarrolla siempre en un plano emocional e intelectual. Siempre, buscando la intimidad.
La idea del cosmos y del microcosmos habla que el hombre es tan complejo como el universo entero. Considero la idea halagadora, pero el hombre es presa de su propia jungla y su mundo es la proyección de su desastre. Yo veo que la poesía puede recorrer la ciudad interna o la externa. Ambas dimensiones tienen sus ladrones y asesinos, borrachos y suicidas, familias felices y arruinadas. La poesía vive en ese ambiente hostil y destructivo.
Así como escapamos los fines de semana al paisaje que destruimos, así escapamos de nuestra ciudad interna hacia su exterior relativo. Cuando hablamos de “nosotros” le escribimos a esas sonrisas colectivas, a las aves, a los estampes de estrellas. Cuando escribo para mí hablo de mi bestialidad, de mi amor y de mis esperanzas.
Al final, solo cambia la voz imaginaria. Las definiciones no importan, ya que todo se reduce a las palabras, a las bocas, a los gritos. Esas palabras, precisamente esas palabras entre los nombres se hacen eternas para construir el recuerdo de todas las voces y todos los nombres.