Hay una frase, creo que es en francés, que dice: “cuando se viaja, siempre algo muere dentro de nosotros”. Pero ¿qué es viajar? Podemos irnos detrás de la obviedad y responder a la pregunta con lo que cualquiera intuiría. Pero las palabras siempre significan algo más: son nuestra historia, son parte del manto que define a nuestro presente tan efímero.
Viajar es un movimiento ¿hacia dónde? Hacia donde sea que nos vayamos a encontrar. Entonces, cuando se viaja no solo se muere, también se vive, se crece, se reinventa. El acto de viajar se puede encontrar tanto en el desfile paródico de los lugares como en el ahogamiento de los libros.
Hace poco tracé un camino distinto al de todos los días: recorrí una vena abierta de América Latina y llegué a Lebu, un pequeño pueblo costero chileno; tan pequeño y tan costero que aún le brinda belleza a la cotidianidad.
Fui con la excusa de recibir una mención honrosa en XV literario Gonzalo Rojas Pizarro. El premio se celebra en Lebu ya que Gonzalo Rojas tuvo el privilegio de nacer frente a ese mar que grita nombres infinitos. Claro, el premio solo fue una excusa que mi corazón me impuso: yo debía, por cualquier medio, emprender ese viaje.
La dependencia que he desarrollado por la literatura me ha otorgado la cualidad (o defecto) de tener una ceguera hecha de espejos: lo veo todo, pero todo se vuelve literatura. Pero la literatura es vida, por lo tanto, sabe encontrar la geometría del puño perfecto; en este caso, me bañó con la voz sudamericana.
Me di cuenta -ya fuera de los libros y de la teoría- que la sangre que fluye a través de Latinoamérica es la misma: una cascada de versos de protesta, de amor, de noches que nunca salen de las montañas; las estrellas han caído en nuestros bosques para brillar siempre entre la sangre.
Hace siglos, la injusticia y el devenir de las causas de los hombres nos dio un lenguaje que hicimos nuestro. Aun así, las palabras no llenaron el vacío de todo lo que tuvimos que olvidar. Por eso, el latinoamericano siempre ve al cielo cuando tiene la mejilla sobre la arena.
En esa lucha constante reside la peculiaridad de nuestra literatura y nuestra creatividad: nuestro lenguaje es una consecuencia del olvido, por eso lo reinventamos, maltratamos y lo desdibujamos.
Escribimos con los puños, con la ira, con el ensueño, en busca de nuestro ombligo: las palabras que inventamos, hace siglos, nosotros mismos. Escribimos porque solo la palabra les pertenece a todos, por eso, nunca hay que parar de gritar. Las palabras que la tierra nos dio a través de la comida, de los cuerpos, de la historia.
En suma, la literatura, con todas las peculiaridades que implica un premio, me llevo a un reencuentro, a la reinvención. Me presentó ese espiral creciente que habita sobre ese país enorme que llamamos América Latina: bajo esa etiqueta estamos nosotros y nuestros nombres, están todos los nombres anteriores, los que vendrán y los que la literatura invente. Así, declaro mi literatura y mi nombre (mis errores, mis tribulaciones, mi locura) suyos.