La nevitud. De Gamoneda a Espejel

Es sabido que el vínculo entre calor y tiempo es profundo. Como también es sabido que el calor es la excitación de las moléculas. Si hay calor, hay tiempo. Toda poética del frío es una poética del tiempo transcurrido. Dos ejemplos de lo anterior: Gamoneda con su Libro del frío y Fabián Espejel con Antártida. Me parece que se trata, no obstante, de dos regímenes de tiempo distintos: con Gamoneda las visiones del envejecimiento, del deterioro y de las pérdidas son tan reflexivas como intensivas: 

Hubo un tiempo en que mis únicas pasiones eran la pobreza y la lluvia.

Ahora siento la pureza de los límites y mi pasión no existiría si dijese su nombre.

Nos dice una voz lírica que ha optado por la brevedad, por los retazos de una vida que comprimen, a su vez, el tiempo de la memoria. En uno de los poemas más celebrados del poemario, Gamoneda coloca una espiral descendente para que el lector baje a los fondos donde yace lo irremediable: 

Alguien ha entrado en la memoria blanca, en la inmovilidad del corazón.

 Veo una luz debajo de la niebla y la dulzura del error me hace cerrar los ojos.

Es la ebriedad de la melancolía; como acercar el rostro a una rosa enferma, indecisa entre el perfume y la muerte.

Median poco más de tres décadas entre el libro de Gamoneda y el libro de Espejel. En el segundo, me parece, es mucho más evidente la tradición norteamericana: hay una estela dejada por los entusiastas de Elizabeth Bishop que Espejel abraza. Mientras Gamoneda mira su interior y detecta allí las metáforas precisas, Espejel sabe que lo externo funge como metáfora de algo aún indeciso entre la muerte y lo fétido.  

Con fuerzas y procedimientos más excéntricos y extensivos, Espejel toma la figura de Roald Amundsen (la primera persona en comandar una expedición exitosa al Polo Sur) para ofrecer un movimiento centrífugo. El llamado a la aventura (a la exploración) queda marcado por los procedimientos: investigación, documentos, testimonios y variedad en el formato de presentación de los poemas. 

Sí los he contrastado ha sido por el (para mí) evidente cambio en los vientos de la formulación poética. Gamoneda es el último de los poetas donde he sentido una inquietud que genera reverencia y pavor: sus mejores versos parecen haber descendido, digamos, haber habitado antes nuestra vida, de modo que el poeta tan sólo funge como una herramienta de un destino diferido, pero actual. Gamoneda tiene para mí esa estatura. 

La vertiente a la que pertenece Antártida es, no obstante, necesaria. Que el poeta volteé a otros lados para establecer relaciones transreferenciales, en relación sin relación diría Alberto Moreiras, para quitarnos de una vez por todas esas telarañas que sostienen aún nuestros mecanismos cerebrales inconscientes: lo original, la autoría (y su dosis de autoridad), la inspiración, lo auténtico y lo natural. 

No se trata de un juicio de valor de ambos libros. Hay demasiada consciencia del flujo en libros como Antártida. Se trata de un juicio de valor entre ambos libros. No solo tiempo de intensidad, sino tiempo profundo. De modo que uno termina por decir, junto con el hablante lírico que propone Espejel, los distintos nombres de los tiempos: 

qué nevitud la vista de albas malvas blandas nevículas que se nivelan 

nuevos nombres embisten y no basta renevar para evadir la niva 

para evitar la vanidad de adivinar la venia del vacío que se aniebla