La muerte de Iván Ilich y de todos nosotros

Has estado escribiendo en segunda persona, muchacha. ¿Por qué? ¿Por qué razón has de proyectar en otros lo que a ti te acontece?

León Tolstói escribió una novela hermosa, nostálgica, verdadera, que deberías leer: La muerte de Iván Ilich. Pero mientras la encuentras, robamos unos minutos de tu tiempo de muerte:

Te pareces tanto a Ivan Ilich, que no sé si me das asco, o me causas compasión, o ambas. Nosotros no tenemos la mala suerte de estar muriendo. Cuidamos de nuestros cuerpos, nuestras almas y nuestros pensamientos como si de eso dependiera o no que nos caiga un rayo, nos resbalemos en la ducha o nos aplaste un carro. Si tienes suerte, se te desencadena una enfermedad sin diagnóstico debido a colgar unas simples cortinas (¡qué bonito sentido de al ironía tiene nuestro Tolstói!). Si eres lo suficientemente importante en el universo, continúas absorbiendo recursos del mundo durante días, meses, años, en cama, o en coma, o encima.

Dime por qué te resistes tanto. Tu hija se casará, con o sin tu bendición. Tu mujer morirá también. Tu hijo contará a tus hijos cómo después de tantos años de lucidez, por fin perdiste la cordura y demandaste inmortalidad. ¿No te avergüenza?

Piensa qué te deben ellos: ¿una vida cómoda?, ¿una cómoda?, ¿una vida? Y tú…¿a quién le pagarás? Quizá no te hayas detenido a pensarlo pero…estás aquí porque alguien requería que tú ejercieras el papel de juez en la tribuna. Porque alguien no debía permanecer en feliz albedrío, o porque alguien debía pagar por los pecados de sus antepasados, tras las rejas en risotadas. Analízalo, Iván, compréndelo, muchacha.

Hoy, en pleno dos mil diecisiete, podemos decir que nos llamamos como tú. Porque a veces queremos morirnos y dejar atrás la mala broma de un dios que apenas parpadeó. Porque a veces también queremos vivir, hacerlo todo diferente, ser más felices. Pero no encontramos cómo hacer una y no encontramos cómo contrarrestar la otra. Y entonces nos deprimimos, o nos aceleramos, deseamos que el tiempo avance como si fuéramos dioses también. Nada ha cambiado.

Pero mientras lo piensas, seguimos robando unos minutos más de tu tiempo de muerte. Dice nuestra madre que no existe tal cosa como la soledad. Ayer te miró a los ojos, los que ya no tienen brillo, pasó de largo este detalle porque ella también funge como juez.

Que uno elige si sentirse triste o abandonado, establece con firmeza. Entonces te preguntas en qué tipo de universo paralelo vive esa mujer, por qué no abraza la empatía. Te recuerda a Praskovia Fiodorovna, porque todas las mujeres son Fiodorovnas. Uno las ve guapas y listas y buenas, hasta que se casan y entonces son celosas, avaras, y sobre todo, poquito o nada empáticas. }

Pero no lo hacen a propósito. Ellas tienen su propio libro escrito sobre sí, sobre todos los temas y sobre ningún tema en realidad. Allí cuentan—no cómo viven cada día—si no cómo mueren cada día un poco más. Pero tú, Iván, y tú muchacha ¿qué podrían saber si también se empeñan en cerrar los ojos y tapar los oídos?

Ha terminado la muerte. Ya no existe. Dices. Aún en tus momentos más incoherentes, hablas con propiedad y con un sentido de palabras que el resto no podemos ofrecer. Porque nosotros rimamos sin darnos cuenta, cuando tú sólo quieres sacar el carraspeo de tu corazón débil.

Entendemos a lo que te refieres. La muerte la vivimos todos los días, hasta el mismo instante en que se va. Qué belleza ¿no crees? Has dado en el clavo, Iván Ilich. No hay que temerle, porque siempre está presente. Sobre todo entre nosotros, los más, más mortales. Iván Ilich te has ido, y dejas con estos pobres lacayos tu sabiduría. Nadie sabe pues qué es la vida, ni qué es la muerte, hasta que siente uno que ya se muere. Allí, todos tenemos nuestro momento de libertad, como si el parpadeo nos convirtiera en dioses de repente. Mientras, nos gusta ser ignorantes.