La libertad y las plantas (parte 2)

En su película más conocida, El tío Bonmee que recuerda sus vidas pasadas (2010), Weerasethakul utiliza la memoria como un vehículo que abigarra la ficción. A pesar de que las primeras escenas recuerdan a cualquier historia ocurrida en alguna selva del trópico, las imágenes pronto se convierten en una sucesión de arribos hacia el silencio y la noche. El tío Bonmee recibe la visita de su nuera, del fantasma de su esposa y de su hijo monstruoso, sin que haya un motivo aparente. La primera mitad de la película se construye en torno a estas llegadas que en cierto nivel simbólico no solo sugieren un trascurrir de la vida individual del protagonista, sino el devenir de las épocas, la transformación del mundo. 

Quizás una de las mayores reflexiones de la película proviene de esta persistencia, de la imposibilidad del estatismo. La idea resulta abrumadora (e irónica dado el ritmo de la película), se convierte en una premisa difícil de atrapar porque se construye desde la lentitud y lo no dicho. Así, lo que parece ser la irrupción en lo cotidiano de hechos extraordinarios, adquiere proporciones universales al señalar el devenir del mundo que nos atañe a todos por igual.  

La segunda mitad de la historia es un lento viaje hacia una cueva y el descubrimiento de una gruta. La reunión se convierte en viaje hacia el interior de una montaña. El planteamiento inicial se borra, pero solo para regresar transformado en un descenso a la muerte, La dimensión temporal de la memoria se convierte en una dimensión espacial que apela a lo desconocido y elabora nuevos significados a partir del trayecto por recorrer. 

Cada uno de los segmentos que componen la película nos obliga a resignificar el anterior, no para completar un círculo interpretativo como ocurre en las producciones cuyo planteamiento es el típico, sino para modificar lo que se daba por hecho. El rizoma selvático, como el ambiente de la película, evoca una serie de senderos que no llevan a ningún sitio y en donde fácilmente podría extraviarse quien espera encontrar un camino seguro. Esa es la trampa, de forma deliberada el director ha hecho un laberinto que, en lugar de tener una salida, constituye un mundo por sí mismo del que no se puede (y tal vez no se quiere) escapar.