La insoportable levedad de no poder dormir

Aquí yace Karenin. Parió dos panecillos y una abeja

 

No puedo dormir así que escribiré un pequeño texto inspirado en una novela de Milán Kundera.

Son las cuatro de la tarde y he dicho que voy a dormir pero no puedo dormir. Tampoco duermo en las noches, ni en las mañanas. No es insomnio. Es un estado letárgico continuo en el que he vivido los últimos cuatro años.  Cuando fue insomnio, mamá hizo una cruz con espinos y la puso debajo de mi colchón. Por supuesto que funcionó. En verdad que sí. No me lo dijo hasta después, cuando yo ya estaba descansada y le comenté. Ahora me da pena decirle que necesito espinos nuevamente, para recordar que yo misma no debo hacerme sufrir.

Me di cuenta que estaba rota cuando me volví a enamorar. No me importó que él fuera de todas. Es más, hasta me gustaba que así fuera. No había compromiso entre nosotros. No le debía explicaciones, aunque a veces quería dárselas. Me lo guardaba. Él sí me explicaba, no sé por qué. Y me decía de sus múltiples aventuras. Yo pensaba siempre que ninguna era como yo. Así de rota estaba. Era una pequeña herida en la cabeza y no en el corazón. Porque él vivía a diez horas de distancia y nunca nos habíamos visto.

Tengo la mala costumbre de ser deslumbrada por mentes vivaces, tan diferentes a la mía. La primera vez que me enamoré fue de un chiquillo de la calle. Su inteligencia era lógica. Él sabía del mundo, pero no de la escuela. En ese entonces yo estaba en la escuela, y me atascaba inocente de su sabiduría contemporánea. Lo que diferencía a la persona que ha cursado estudios de un autodidacta no es el nivel de conocimientos sino cierto grado de vitalidad y confianza en sí mismo, dice papá Kundera. Terminó odiándome porque yo no entendía lo que era la vida. Ahora lo entiendo.

El segundo fue un ingeniero. Digamos que se interesaba con entusiasmo por la manera en que funcionaban las cosas. Pero no le interesaba cómo funcionaba yo, a pesar de que yo me rompía la cabeza tratando de descifrar las razones de su comportamiento.

El último, no sé ni cómo explicarlo. Me pregunto si alguien en algún momento de su vida se enamorará de mi mente, como yo estoy enamorada de la suya. He aprendido más en los meses que lo conozco, que en todo el año pasado. Lo que le hace falta, claro, es un poco más de inteligencia emocional. La noche que por fin compartimos cama se echó a llorar. ¡A llorar! Yo quería saber por qué pero apenas pudo explicar el principio. A mí no me hacía falta saber más. Quería saberlo, por puro ego.

Me imagino que ninguna mujer le llena. Yo quisiera hacerlo, pero no se deja. Pienso que su caso y el mío es como el de Teresa y Tomás. Estoy dispuesta a seguir rompiéndome por él, y él no quiere romperme, dice, pero lo hace. Lo hace a veces sin darse cuenta. En otras ocasiones, me rompe con ímpetu.

Cuando Teresa soñó que se clavaba agujas entre las uñas, reveló así que había espiado en los cajones de Tomás. Si se lo hubiera hecho alguna otra mujer, no hubiera vuelto a hablar con ella en la vida. Teresa lo sabía y por eso le dijo: ¡Entonces, échame! Pero no sólo no la echó, sino que le cogió la mano y le besó las yemas de los dedos, porque en ese momento él mismo sentía el dolor debajo de las uñas de ella, como si los nervios de sus dedos condujeran directamente a la corteza cerebral de él. Así pienso yo que es esta cosa. Ojalá él leyera el libro. Comprendería por qué no me molesta saber de su bailarina, o de su poeta, o de su puta.

El otro día platiqué con una amiga defeña a quien no veía en mucho tiempo. Ella sabe todo sobre mis hombres-bestia. Le comentaba que no odiaba a las mujeres de mis hombres. En realidad les tengo afecto a todas y a cada una. De no haber sido por ellas, mis hombres no serían míos. Así éste. Le he dicho a él que admiro a su poeta, no por sus palabras, sino por ser ella. Y lo admiro a él. Lo admiro a él con ella.

Cómo me gustaría tener un amor así, que trascienda tiempos y lugares…y personas. Supongo que no comprende por qué logro mantenerme centrada. He perdido tantas veces la cabeza, que ya no importa dónde la he dejado perdida. Ya no importa nada. A fin de cuentas, sólo lo que es necesario tiene peso, y sólo lo que tiene peso, vale.  Él no me es necesario. Pero aquí va la disyuntiva: ¿Si yo decido que me sea necesario entonces le confiero valor? Una decisión de peso va unida a la voz del destino. Supongo que el destino siempre sí lo forja uno. Si él me lo pidiera. Si él me lo pidiera, yo podría otorgarle los celos correspondientes. Normalidad.

He querido decirle que prefiero que me eche de su vida (como si en algún momento mi presencia en ella hubiese provocado algún cambio). Porque no me escribe desde hace mucho, y a mí me hace falta seguir rompiéndome en su honor. Las noches que logro dormir, sueño con él. No con su cuerpo—que es maravilloso–, sino con él, su esencia, la manera tan liviana que me hizo sentir cuando estuve en su pecho. Y las noches que no duermo, no hago más que escribir sobre él, cosas que no quiero que vea.

¿Que qué es lo que me gusta de esta nueva bestia? Me ha quitado un gran peso de encima. Por fin amo ser insignificante. Tanto, que no me importan más sus mujeres. Soy insignificante a su lado y está bien. Me lo enseña, aunque él mismo no lo sea. Quisiera decirle que no puede salvar la literatura, ni al país, ni salvarse quizás a sí mismo.

Creo que no lo puede hacer (¡tal vez yo podría enseñarle cómo!). Pero hay una cosa que sí puede hacer: hacerme feliz. Ni eso sabe hacer (¡ay pobre Teresa!). Por ahora, lo que ambos podemos hacer (y seguramente haremos) será desvelarnos en palabras durante la noche. Él escribe y yo escribo. Ninguno se lee lo anacrónico, sólo leemos lo leve.