La inconformidad inmanente

¡Océano, te odio! ¡Tus saltos y tumultos, los encuentro en mi espíritu! Esa risa sin par del vencido, repleta de sollozos e insultos, yo la escucho en la risa enorme de la mar.

Charles Baudelaire

 

 

Nunca estamos conformes, nos quejamos del viento, nos quejamos del agua, del calor, del frío; sí el termómetro sube queremos que ya lleguen las lluvias, y una vez que hacen su arribo, ansiamos que deje de llover.

Luego se viene el invierno y lo mismo, la queja no se hace esperar, que ya termine lo helado y que venga el calorcito a calentarnos. Y así el ciclo sin fin de las quejas, de una inconformidad que resulta inmanente en la persona.

Parece un rezo imposible de dejar, cada vez que se siente el clima, su natural asedio, se produce una queja interminable, como si la misma queja fuera parte inseparable del ambiente.

Como si en el calor se produjera la queja, la inconformidad: un sujeto inconforme producido por el clima. En el discurso eso se escucha, un sujeto que expresa malestar ante lo nombrado como inclemencia.

Dice Lacan (El seminario, De Otro al otro, 1969) que el sujeto está representado en su discurso, ahí en lo que dice, algo se manifiesta de verdad, por eso en su sentencia -en referencia a Heráclito-, Yo la verdad hablo, considera los alcances del decir del sujeto.

En otras palabras, no estamos ante un sujeto que produce un discurso, sino a la inversa, un discurso que produce a un tipo particular de sujeto, éste es, el sujeto inconforme.

Por eso cuando Lacan enseña que el sujeto, por medio de su yo la verdad dice, sin saber lo que dice, nos ofrece la oportunidad de reconocer que en esa queja, desprendida de la inconformidad, la persona algo dice de su verdad, ¿Cuál verdad? La de que siempre está en la posición de malestar.

Y es que sin saberlo dice estar en malestar. Ubiquemos al sujeto de la enunciación, al sujeto que se produce en un discurso, no es el sujeto el que enuncia, insistimos.

Solo así podemos entender cómo las personas no terminan de quejarse ante las supuestas inclemencias del clima, y eso solo por mencionar algo de toda la sarta de inconformidades que manifiesta.

Porque van por todo sentido, porque el clima, porque el trabajo, que por lo hijos, que por los padres, que por la amiga, que por el vecino, que por los políticos, que por el equipo de futbol que no da una, y un largo etcétera que no termina.

¿Y será acaso que en el fondo, en lo que no se ve, o mejor aún, en lo que no se dice pero se expresa en esas pequeñas verdades-quejas del sujeto, se trata de un malestar inmanente, como si de un estado de ser se tratase?

Freud hace referencia a dicho estado en su texto cumbre, El malestar en la cultura (1930), donde expone un malestar constitutivo de la raza humana a razón de la renuncia a la libertad.

El sacrificio de la libertad personal en función de un bien mayor, llamado Cultura, conduce al sujeto a experimentar un malestar inmanente, inseparable de la existencia.

Esa es la enorme verdad que subyace al sujeto y que sin saberlo, deja escapar en su constante queja ante lo que le rodea, ya trátese del clima, ya trátese del vecino. La cosa, el chiste está como versa el dicho, en que no hay sol que pueda calentar.

Porque precisamente no hay bien en el sujeto, no hay un estado de bienestar pleno; eso no existe. En contraparte, lo que se tiene para tapar el estado de malestar, que también representa un estado de falta en el sujeto, es la queja, como si de un síntoma se tratara.

Pero en el mismo síntoma como escuchamos, se deja ver algo de la terrible verdad del sujeto y al mismo tiempo de la sociedad que conforma, que la inconformidad es inmanente.

En La insoportable levedad del ser (1984), Milan Kundera, nos ofrece un espejo para ver más allá del malestar, la imagen de-vuelta de la falta que constituye al hombre, de una incompletud que sin embrago, provoca el movimiento del sujeto, llámese deseo.

Reconocer entonces la falta, su producto en el malestar, es consentir que existe la posibilidad de movimiento. Es decir, habremos de escuchar la queja, el síntoma pues, para acercarse a lo que se dice sin saberlo.

Quedarse al contrario, en las postrimerías de la ilusión de un ser completo –como dicta la sociedad de consumo, ¡goza! ¡Toma, escoge todo!-, es alejarse hacía un goce inagotable, o sea, la muerte, o lo que es igual, quejarse sin escuchar lo que se está diciendo y mantener un ciclo de goce enfermizo.