En El dilema de los erizos (Fondo Blanco Editorial, 2022), Jonatan Frías (1980) hace algo más que proponer un relato de amor: propone una manera de leer el relato y de asumir ese complejo y escurridizo sentimiento. Tiene como protagonistas a los personajes que gozan y sufren la difícil convivencia de los que se aman en las páginas de la novela, pero también al tiempo de la historia narrada, discontinuo y roto igual que las mujeres y hombres atrapados en sus problemáticos vínculos. Como uno más de los personajes, el tiempo fragmentado parece estar detenido en su cada uno de sus trozos; para fluir y así cumplirse en tanto historia, debe dar un salto al vacío con la promesa de llegar al otro lado. Creer que el vacío tiene una orilla practicable para quien siente atracción por el vértigo y la sorpresa. Y aquí el tiempo salta, pero no cree en nada ni toma decisiones. Eso le compete al lector.
El libro más reciente de este joven escritor y editor, con cuentos y ensayos publicados en revistas de varias ciudades dentro y fuera del país, exige lectores atentos. Sin embargo, la escritura de Jonatan Frías tiene lo necesario para atraparlos desde las primeras frases: un tono preciso y una carga emocional visibles en el título. El más ligero titubeo puede dejar seriamente herido a un erizo que intenta un abrazo conyugal. Durante doscientas dos páginas se muestra la historia de uno de esos intentos, que se descompone en varias, o tal vez se trate de la misma contada por otras voces.
Llamamos historia de amor a lo que posiblemente deba tener otro nombre. Pero la comodidad nos detiene en esa gasolinera dotada de restaurante con aire acondicionado y baños limpios, donde creemos estar hablando de lo mismo porque usamos los mismos términos. El miedo a estar solo, la vanidad de despertar deseos en otra persona, el orgullo de tener poder sobre esa persona y de saber usarlo. Confundidos con el amor, tanto el miedo como la vanidad y el orgullo nos hacen creer que hemos llegado a nuestro destino, cuando seguimos en la estación. Ocupando una mesa donde no comemos ni dejamos que otros coman. Y aunque nos levantáramos para volver a la carretera, cada uno iría a diferente lugar, usando las mismas palabras para decir cosas distintas.
Algo tan común, origen de malentendidos que eventualmente funcionan, puede darse en las personas. Tratando de cambiar su vida, una mujer decide llevar otro nombre y solo consigue confirmar su derrotero, por más que huye de él. Por su parte, un hombre escribe en una libreta para darle sentido a sus recuerdos, buscando respuestas que lo llevan a nuevos cuestionamientos. Las palabras adoptan así la forma del silencio y la memoria se muestra como una forma del olvido.
Desde que el filósofo Isaiah Berlin (1909-1997) dividió a las personas en zorras y erizos, los escritores nos hemos apresurado a ocupar uno de los cajones, según consideremos que sabemos mucho de muchas cosas o solo de una. Pero también se ha divulgado la idea de los erizos como bichos inaccesibles, que sufren cuando aman, dados sus puntiagudos apéndices. En el subgénero llamado “autoayuda”, frecuentado por quienes creen que esas lecturas los llevarán a una playa feliz, se asocia al espinoso animalito con la adolescencia y la soledad. Aquí su imagen funciona en ambos sentidos. El personaje Julio escribe y hace de su incapacidad para salir de sí mismo una vocación, de la infelicidad una forma de estar en el mundo, de la escritura una coraza interna contra sí mismo.
El narrador Jonatan Frías ha publicado La eternidad del instante (2020), título en que resuenan las manipulaciones del doctor Farabeuf; el ensayista tiene en su haber Presuntos ensayos para un jueves negro (2018). Ambos con el sello de la UAA y marcados por una temporalidad problemática: un instante sin término, un jueves oscurecido por los supuestos de su existencia. El dilema de los erizos lo muestra como un escritor maduro. Lector atento del mejor Cortázar, el de 62/ Modelo para armar (1968), le da al tiempo esa forma agradable que reconocemos como música.
Criatura de su tiempo, este autor incluye al final de su libro un código QR para descargar la música que puede acompañar su lectura y darle mayor espesor a la experiencia, lo cual se suma a los elementos que hacen más atractiva su obra. Pero ese gesto tecno acústico no resta autonomía al texto.
Esta novela corre sus propios riesgos. En el capítulo 42 Machado dialoga con Heisenberg; ahí se afirma que la esencia de un ojo depende de la mirada sobre él, no de la función biológica de ese globo viviente. Y la fuente de certezas ─ver para creer─ se resuelve en incertidumbre.