Hace meses detecté un pequeño espacio sin aprovechar en el lugar que habito y tomé la decisión de sembrar algo. Opté por unas semillas de naranja convenientemente ocultas en un recipiente de vidrio en las profundidades del mueble usado como despensa y puse manos a la obra.
Durante semanas, desperdicios de fruta, cáscaras de huevo, pequeños trozos de papel y hojas secas, fueron acumulándose en el orificio cavado entre piedra y tierra para cumplir el objetivo. Cuando me di cuenta, el sitio estaba ya enriquecido a consecuencia de la acumulación de calcio y nutrientes. Incluso una colonia de lombrices, apenas una decena de ejemplares, habían hecho de ese un hábitat acorde a sus necesidades: húmedo, profundo, oxigenado y muy, muy oscuro.
Qué curioso. Las lombrices son ciegas, pero pueden sentir la luz y la rechazan porque, de no hacerlo, se resecan y mueren a causa de los rayos ultravioleta. Estos gusanos son increíbles, comen desperdicios y hasta pequeñas piedras, todo eso lo transforman en una especie de masilla que sirve para nutrir el suelo. Tampoco tienen pulmones, respiran a través de la piel y esa es la razón para siempre salir a la superficie cuando llueve, de lo contrario podrían sofocarse y morir, pero gracias a ese afán de supervivencia, los agujeros por los que surgen permiten oxigenar la tierra.
Grandioso, ¿no lo cree?
Antes de distraerme con este admirable invertebrado, compartía con ustedes, mis muy estimados(as) ocho lectores(as), cómo había preparado el sitio. Todo estaba listo y coloqué en el interior tres semillas, revolví la tierra humedecida previamente y medio tapé el hoyo que luego inundé una vez por semana hasta ver germinar y surgir una minúscula mancha verde.
Ahora el agua le llega de a poco: apenas una taza cada tercer día para mantener la planta viva y ha resultado. El pequeño ya mide alrededor de 35 centímetros y ha aportado sus hojas en más de tres ocasiones para hacer más llevaderas las noches frías y los ocasionales ataques de gripe. Incluso hervidas con hojas de menta dan forma y sabor a un brebaje que al enfriarse resulta ser una refrescante bendición.
Las lombrices hicieron lo suyo y el árbol, ellas y yo nos merecemos. ¡Ni duda cabe!
Pero hay un símil.
Nuestro México cambió por decisión de una mayoría y en ese espacio vacío en medio de tanto desorden, eligieron colocar “algo” productivo, trascendente y funcional. El problema es que nadie sabía a ciencia cierta qué tipo de semilla era y la echaron ahí no’más, al aventón. No preocupó porque, como sea, todas estaban en el mismo frasco y no se diferenciaban bien a bien.
La dejaron ahí, por encimita, como decía el clásico, “al ahí se va”.
No barrieron, no quitaron la hierba mala y tampoco prepararon el terreno. No aparecieron lombrices.
Pese a ello, surgió una mancha, pero descolorida, con enormes y profundas raíces que han empezado a cambiar la estructura alrededor: ya secó las otras plantas, movió las piedras de la barda y los cimientos de la casa empiezan a ceder sin que se hayan dado cuenta ¿o sin que quieran darse cuenta?
Como sea, algo está creciendo ahí, pero no se define aún si es árbol, enredadera o pura maleza. No ha dado frutos y sus hojas son amargas. Eso sí, da unas flores bien bonitas, pero nadie las puede tocar porque siempre desaparecen.
Algunos la probaron y se arrepintieron de haber bebido la infusión. Incluso han sugerido que el vegetal podría provocar mayores destrozos a la casa si lo dejan crecer, pero nadie se anima a decirlo en voz alta por la defensa que protege al ejemplar: sucede que cuando se hace ruido o un fuerte estruendo sacude el ambiente, la dichosa planta se eleva y arroja al aire minúsculas espinas que no resultan mortales, pero sí molestas en extremo. No importa si es un trueno, si son los altos decibeles de la televisión en la casa vecina o un insignificante estornudo. La reacción es la misma y es inmediata.
Por un momento temíamos que empezara a esparcirse pero, por fortuna, cada vez que pretende crecer, su propia savia le limita. Es como si la planta no tuviera la fuerza suficiente como para distribuirla por cada uno de sus incontables extremos y por eso hay ramificaciones que se secan y pudren, aunque no se desprenden completamente del tronco.
Lo cierto, sin duda, es que a falta de cuidado, un día de estos sus raíces ya no podrán mantenerla con la misma fuerza y terminará por ceder. En tanto, pues hay que seguir aguantando la cantaleta de quienes le admiran porque, como sea –dicen-, transforma en oxígeno el dióxido de carbono (que también nosotros arrojamos al ambiente).
En fin…
Twitter: @aldoalejandro