La hora de la estrella (Clarice Lispector)

Para entender bien cualquier literatura es necesario trasladarse al momento en que fue escrita. Clarice Lispector escribió La hora de la estrella cuando estaba muriendo. Se publicó en 1977. Y ese mismo año falleció. 

«Igual que nadie le enseñaría un día a morir: sin duda que iba a morir un día como si antes se hubiera estudiado de memoria el papel de la estrella». 

Mucho pensaba Clarice en la muerte justo cuando iba a morir, y eso se siente en la historia. Mucho pensaba Clarice en las miserias humanas justo cuando escribió su última obra, y eso es lo que nos deja a modo de despedida.

«Porque en la hora de la muerte uno se vuelve como una brillante estrella de cine, es el instante de gloria de cada uno y se parece al momento en que en el canto coral se oyen agudos sibilantes».

Esa anarquía magistral. Esas transiciones impecables. De él a ella, de ella a él. Como si el resto del mundo careciera de importancia. Esos desdoblamientos perfectos en los que la autora desaparece.

«Además de esos miedos, como si no bastasen, tenía un miedo enorme de pillar una enfermedad por allí abajo; eso se lo había enseñado la tía. A pesar de sus pequeños ovarios, tan raquíticos. Tanto, tanto».

El narrador es él. Pero cuando habla de ella, es como si la estuvieras viendo. Y cuando habla de él mismo, es como si lo estuvieras viendo. Tiene Clarice ese don, y también el de la espontaneidad, que ―naturalmente― viene envuelta en franqueza.

«Tal vez la norestina ya hubiese llegado a la conclusión de la que la vida incomoda bastante, el alma no cabe bien en el cuerpo, aun un alma pobre como la suya».

Leer a Clarice es un acto de complicidad. La autora se muestra sin reservas. Y, mientras lees, notas que necesitaba mostrarse. Si la Literatura es mostrarse enteramente, Clarice es Literatura en estado puro.

«Esa economía le daba alguna seguridad, porque el que cae al suelo, de allí no pasa. ¿Tendría la sensación de que vivía para nada? No puedo saberlo, pero creo que no. Sólo una vez se hizo una pregunta trágica: ¿quién soy yo?».

Consigue Clarice crear un narrador de la nada, sin describirlo, sin contarnos nada de él, consigue Clarice que sintamos la masculinidad de él y la feminidad de ella, consigue Clarice tanto con tan poco.

«Se asustó tanto que dejó de pensar por completo. Pero yo, que no alcanzo a ser ella, siento que vivo para nada. Soy gratuito y pago las cuentas de la luz, el gas y el teléfono. En cuanto a ella, de vez en cuando, cuando cobraba su salario, hasta se compraba una rosa».

Clarice Lispector se despide dándose entera.

La hora de la estrella pervive en nosotros.

No te olvidamos, compañera.