La Cumpleañera

La Cumpleañera
*Haruki Murakami

Traducción por Diana Morales Morales

 

Atendía las mesas como siempre, el día de su cumpleaños número veinte. Siempre trabajaba los viernes, pero si las cosas hubieran salido de acuerdo al plan, hubiera tenido libre la noche de su cumpleaños. Tener que llevar comida a los clientes y estar aguantando regaños del chef no es manera de pasarlo, pero, como fue algo imprevisto, aceptó cubrir el turno de otra muchacha que se había enfermado de una manera infernal. Hasta la consoló por teléfono, “no te preocupes,” le dijo. “No iba a hacer nada especial de todas maneras, aunque cumpla veinte”.

Y en realidad no estaba nada decepcionada. En parte porque días antes había discutido con su novio, quien se suponía iba a estar con ella ese día. La discusión había empezado como algo sin importancia hasta que se convirtió en una competencia de gritos y reproches, algo que, estaba segura, iba a acabar con el lazo que habían construido desde la escuela. Él no le había llamado desde la pelea y ella definitivamente no iba a ser la que lo buscara.

El restaurante en el que trabajaba era uno de los lugares de comida italiana más conocidos de la zona, pero no era moderno para nada; el público que atraía era más bien mayor e incluía algunos famosos como escritores y actores de teatro.

Había dos meseros que trabajaban tiempo completo seis días a la semana, ella y otra mesera se turnaban para trabajar medio tiempo tres días a la semana. Además de ellos, había un encargado del piso y en la caja una mujer delgada de edad mediana que supuestamente había estado ahí desde que se inauguró el restaurante, a finales de los sesenta. Ella sólo tenía dos funciones: cobrar y contestar el teléfono. Sólo hablaba cuando era necesario y siempre usaba el mismo vestido negro.

El gerente probablemente era un cuarentón, alto y fornido. Su constitución delataba que había sido deportista en su juventud, pero ahora el exceso de piel se empezaba a acumular en su panza y papada. Su cabello corto y tieso ya empezaba a desaparecer y su humor era el de un solterón en descomposición, como el olor de un periódico viejo. Él estaba al tanto de las llegadas y salidas de los comensales, organizaba las reservaciones, se sabía los nombres de los clientes frecuentes y los saludaba a todos con una sonrisa, recibía cualquier tipo de queja que se pudiera presentar y supervisaba el trabajo de los meseros. También era su trabajo subirle la comida al dueño.

“El dueño tenía su propio cuarto en el sexto piso, en el mismo edificio en el que estaba el restaurante”, dijo. “Un departamento, oficina o algo”.

Por algo empezamos a hablar de cuando cumplimos veinte, ella los había cumplido diez años antes que yo, o un poco más.

“Él nunca se paraba por el restaurante, el único que lo veía era el gerente. Era estrictamente su trabajo llevarle la comida, ninguno de los otros empleados lo conocíamos”.

“O sea, básicamente el dueño encargaba comida a domicilio de su propio restaurante”.

“Exacto,” dijo. “Todas las noches a las ocho el gerente le subía la cena a su cuarto. Era nuestra hora más ocupada y que el gerente se desapareciera justo en ese momento siempre era un problema para nosotros; pero no quedaba de otra, así había sido siempre. Acomodaban todo en uno de esos carritos que usan en los hoteles para el servicio al cuarto, el gerente lo empujaba hacia el elevador con un gesto en la cara como de respeto y pasados quince minutos bajaba sin nada. Después de una hora volvía a subir para retirar el carrito con los platos y vasos. Y así todos los días como relojito. Al principio se me hacía muy raro, era casi como un ritual religioso, ¿sabes? Pero después de un rato me acostumbré y dejé de pensar en eso”.

El trabajo empezó como siempre el día de su cumpleaños. Noviembre 17. Había estado lloviendo intermitentemente toda la tarde y cayó un diluvio un poco antes del anochecer. A las cinco de la tarde el gerente los llamó para explicarles el menú del día, los meseros se lo tenían que aprender de memoria; algunas veces hacía el papel de comensal y los ponía a prueba haciéndoles diferentes preguntas.

A las seis de la tarde el restaurante abría sus puertas, pero esa tarde la lluvia retrasó a los comensales e incluso hubo varias reservaciones canceladas. Algunos meseros hacían tiempo puliendo los saleros y otros platicando de comida con el chef; ella estudiaba el lugar con la única mesa ocupada por una pareja y escuchaba la música de ambiente que salía de las bocinas discretamente colocadas.

A las siete y media fue cuando el gerente empezó a sentirse mal. Se tambaleó hacia una silla y se sentó deteniéndose la panza como si le acabaran de disparar, su frente estaba grasosa de sudor. “Creo que mejor voy al hospital,” murmuró. Rara vez se enfermaba, nunca había faltado desde que empezó a trabajar en el restaurante, hacía más de diez años. Era algo que él presumía, nunca había faltado ni por enfermedad ni por algún accidente.

Ella salió a la calle con un paraguas para detener un taxi mientras uno de los meseros lo mantenía de pie. Antes de meterse al taxi, él le dijo con voz lastimera “quiero que tú subas la comida al 604 a las ocho en punto, sólo tocas el timbre y dices ‘la cena está aquí’ y te vas”.

“Entonces es el cuarto 604, ¿verdad?” dijo.

“A las ocho en punto,” repitió él. Hizo cara de dolor una última vez antes de subirse al taxi e irse.

Después que el gerente se fue, la lluvia seguía sin mostrar signos de querer detenerse y los clientes llegaban en intervalos largos. No había más de dos mesas ocupadas al mismo tiempo, así que, si el manager y un mesero tenían que hacer falta, no había mejor ocasión que ésa. Había noches en las que se juntaba tanta gente que ni con todo el staff completo se daban a basto.

Cuando la comida del dueño estuvo lista a las ocho, ella empujó el carrito al elevador y subió hasta el sexto piso. Era la cena de cajón para él: media botella de vino tinto con el corcho aflojado, un termo con café, pollo con verduras, pan y mantequilla. En el elevador, se mezclaban los olores de la lluvia y la comida; el piso estaba salpicado de gotas, lo que parecía indicar que alguien se acababa de subir con un paraguas mojado.

Empujó el carrito de servicio por el pasillo hasta detenerse frente a la puerta que decía “604”. Ella confirmó en su cabeza el número de cuarto: 604. Ése era. Se aclaró la garganta y tocó el timbre.

Nadie contestó. Se quedó ahí parada unos veinte segundos. Justo cuando estaba considerando tocar el timbre otra vez, la puerta se abrió hacia adentro y apareció un anciano enclenque. Era más bajo que ella por unos cuantos centímetros y vestía de traje y corbata. Daba la impresión de ser un hombre limpio, su ropa estaba perfectamente planchada y su cabello blanco estaba muy bien peinado; parecía que iba a salir a alguna especie de reunión o algo.

“Su cena, señor”, le dijo con voz ronca; siempre se ponía ronca cuando estaba tensa. Se aclaró la garganta una vez más.

“¿Cena?”.

“Sí, señor. El gerente se acaba de enfermar y yo lo estoy cubriendo por ahora. Su comida, señor”.

“Ah, ya veo,” dijo el viejillo casi como hablándose a sí mismo y con la mano todavía en la manija. “Con que se enfermó, ¿eh? Qué cosas”.

“Empezó con dolor de panza, de repente. Está en el hospital. Él cree que es apendicitis”.

“Ay, eso no es bueno”, dijo tocándose las arrugas de la frente. “No es bueno para nada”.

“¿Le meto su comida, señor?” ella le dijo aclarándose la garganta una vez más.

“Sí, por supuesto”, le dijo él, “por supuesto, si así lo desea. Eso por mí estaría bien”.

¿Si así lo deseo? Pensó ella. Qué manera tan rara de ponerlo. ¿Yo que voy a desear?

El hombre abrió la puerta por completo para dejarla meter el carrito. El lugar tenía alfombra gris y el primer cuarto era un estudio grande, como si el departamento fuera más un lugar de trabajo que para vivir. Un escritorio amplio estaba acomodado enfrente de la ventana y junto a él un sofá compacto y un sillón de dos plazas. El hombre señaló la mesa de plástico que estaba frente al sofá. Ella acomodó la comida en la mesa: una servilleta blanca, cubiertos, el termo y una taza, el vino y una copa, el pan y la mantequilla, y el plato de pollo y verduras.

“¿Sería tan amable de poner los trastes en el pasillo como siempre, señor? Los recojo en una hora”.

Al parecer las palabras lo despertaron de la contemplación con que apreciaba la comida. “Ah sí, claro. Los pondré en el pasillo. En el carrito. En una hora. Si lo deseas”.

Sí, contestó ella en su cabeza, por el momento eso es exactamente lo que deseo. “¿Hay algo más que pueda hacer por usted, señor?”.

“No, me parece que nada”, dijo después de considerarlo por un momento. Tenía puestos unos zapatos negros pulidos con un cuidado extremo. Eran pequeños y de buen gusto. Se viste con mucho estilo, pensó ella. Y se para muy recto para su edad.

“Muy bien, señor. Regresaré a trabajar, entonces”.

“No, espera un momento,” le dijo.

“¿Señor?”.

“¿Cree que sea posible que me dé cinco minutos de su tiempo, señorita? Hay algo que me gustaría decirle”.

Se lo había pedido de manera tan educada que ella se sonrojó. “Yo… no creo que haya problema,” dijo. “Digo, si en realidad son sólo cinco minutos”. Él era su patrón, después de todo. Le pagaba por hora. Y no parecía ser la clase de hombre con la que ella pudiera estar en peligro.

“Por cierto, ¿cuántos años tiene usted?” el anciano le preguntó parado junto a la mesa con los brazos cruzados, viéndola directamente a los ojos.

“Ya tengo veinte”, le contestó.

Ya tiene veinte”, repitió él entrecerrando los ojos, como si estuviera viendo a través de una rendija. “Ya tiene veinte. ¿Desde cuándo?”.

“Bueno, los acabo de cumplir”, ella le dijo. Después de dudarlo un momento, añadió, “hoy es mi cumpleaños, señor”.

“Ya veo” dijo sobándose la barbilla como si ese detalle explicara muchas cosas. “Entonces, ¿es hoy? ¿Hoy es su cumpleaños número veinte?”.

Ella asintió.

“Su vida en este mundo inició hoy veinte años atrás, exactamente”.

“Sí, señor”, dijo, “es verdad”.

“Ya veo, ya veo”, dijo él, “eso es maravilloso. Pues feliz cumpleaños”.

“Muchísimas gracias”, dijo y en ese momento se dio cuenta que era la primera felicitación que recibía en todo el día. Por supuesto que, si sus padres le llamaron, entonces llegaría a encontrar un mensaje de ellos en su contestadora.

“Bueno, bueno, sin duda esto es motivo de celebración”, dijo él. “¿Qué tal un brindis? Podemos beber este vino”.

“Gracias, señor, pero yo no puedo. Estoy trabajando”.

“Ah, ¿qué hay de malo en un traguito? Nadie la puede acusar de nada si yo digo que está bien. Sólo un trago simbólico, para celebrar”.

El anciano descorchó la botella y dejó que unas gotas cayeran en su copa para dársela a ella. Después sacó un vaso común y corriente de un gabinete y sirvió un poco para él.

“Feliz cumpleaños”, dijo. “Que tenga una vida rica y próspera, sin momentos oscuros que la hagan caer en penumbra”. Chocaron sus vasos.

Sin momentos oscuros que la hagan caer en penumbra: se repetía esas palabras en silencio a ella misma. ¿Por qué habría escogido algo tan inusual para decir en un brindis de cumpleaños?

“Uno cumple veinte años sólo una vez en la vida, señorita. Es un día irremplazable”.

“Sí, señor, lo sé”, dijo tomando cuidadosamente un sorbo de vino.

“Y aquí está, en su día especial, subiéndome la comida como una gentil hada”.

“Sólo hago mi trabajo, señor”.

“De igual manera”, dijo sacudiendo la cabeza, “de igual manera adorable, señorita”.

Él se sentó en la silla de cuero junto al escritorio y le hizo una seña para que tomara asiento en el sofá. Se sentó con la copa de vino todavía en su mano. Alineó las rodillas, se acomodó la falda y se aclaró la garganta.

“Hoy es su cumpleaños número veinte y encima de eso me trajo esta maravillosa comida caliente”, le dijo. “Eso debe ser una clase de convergencia especial, ¿no cree usted?”.

Sin mucho convencimiento, ella asintió. 

“Es por eso que siento que es importante que le dé un regalo de cumpleaños”, dijo pasando los dedos por el nudo de su corbata vieja.

Avergonzada, ella sacudió la cabeza. “No, por favor, señor, no le dé tantas vueltas. Lo único que hice fue traerle su comida como se me ordenó”.

El anciano levantó ambas manos con las palmas hacia ella. “No, señorita. Usted no le dé tantas vueltas. El regalo que tengo pensando no es tangible, no es algo que tenga precio. Para que me entienda”, puso las manos en su escritorio y respiró profundo, “lo que me gustaría hacer por usted, jovencita, es cumplirle un deseo. Que su deseo se vuelva realidad. Lo que sea. Cualquier cosa que usted desee, asumiendo que sí tenga algún deseo”.

“¿Un deseo?” preguntó ella con la boca seca.

“Algo que le gustaría que sucediera, señorita. Si usted tiene un deseo-algún deseo, yo me haré cargo de cumplirlo. Esa es la clase de regalo que le puedo dar. Pero más vale que lo piense bien, querida, porque sólo le puedo hacer realidad un deseo”, dijo levantando su dedo índice. “Sólo uno, no puede cambiar de parecer después”.

Ella no sabía qué decir. ¿Un deseo? Mientras ella pensaba, el anciano la miraba a los ojos sin decir nada.

“¿Tengo que pedir un deseo y se va a hacer realidad?”.

En lugar de contestar su pregunta, el viejo sólo sonrió de la manera más natural y amigable. “¿Tiene algún deseo, señorita?” preguntó con amabilidad.

“Esto de verdad pasó”, dijo viéndome con mucha seriedad. “No lo estoy inventando”.

“Por supuesto que no,” le dije. No era la clase de persona que se inventaría historias de la nada. “Y…¿entonces? ¿Pediste tu deseo?”.

Ella me sostuvo la mirada un momento antes de contestar. “No me malinterpretes. Yo no lo estaba tomando completamente en serio, pero sí tenía la sensación que algo fuera de lo ordinario me había pasado ese día. No era un asunto de creer o no”.

Yo sólo asentí con la cabeza.

“Seguro entiendes como me sentía. Digo, cumplía veinte años y el día se estaba acabando sin que hubiera pasado nada especial, nadie me había felicitado, y lo único que había estado haciendo era atender mesas”.

Volví a asentir. “No te preocupes, sí te entiendo”.

“Entonces pedí mi deseo”.

El anciano la seguía viendo atentamente, sin decir nada, con las manos en el escritorio. Solamente se escuchaba el golpeteo de la lluvia en la ventana. Las arrugas en la frente del viejo se acentuaban ligeramente.

“¿Ése es su deseo?”.

“Sí, ése es mi deseo”, contestó ella.

“Un poco inusual para alguien de su edad… estaba esperando algo diferente”.

“Si no está bien puedo desear otra cosa”, contestó ella aclarándose la garganta. “Puedo desear otra cosa”.

“No, no. No hay nada de malo con su deseo, solamente lo encuentro fuera de lo común, señorita. ¿No le gustaría otra cosa como ser más bonita o inteligente, o tener dinero? ¿Está conforme con lo que pidió?”.

“Por supuesto que me gustaría ser más bonita o inteligente o rica. Pero no imagino qué podría sucederme si deseara eso, sería más de lo que podría manejar. Sigo sin saber mucho sobre la vida, no sé cómo funciona la vida”.

El anciano sólo la miraba.

“Entonces, ¿está bien mi deseo?”.

“Sí, por supuesto. No representa problema para mí”.

Las arrugas en su frente se hicieron más profundas, parecía que miraba fijamente hacia un punto en el espacio. Abrió los brazos, se levantó de su silla ligeramente y chocó sus manos con un golpe seco. Volviéndose a acomodar en su silla pasó los dedos sobre su frente tocando las arrugas como si las suavizara. Entonces volvió a verla con amabilidad.

“Listo, su deseo ya quedó cumplido”.

“¿Ya?”.

“Sí, no hubo problema para nada. Su deseo ya fue concedido, señorita. Feliz cumpleaños. Ya puede regresar a trabajar ahora”.

Cuando bajó al restaurante con las manos vacías se sentía ligera casi de una manera perturbadora.

“¿Estás bien?” le preguntó uno de los meseros más jóvenes, “te ves ida”.

“Ah, ¿en serio?” dijo con una sonrisa ambigua. “No, estoy bien”.

“Háblame del dueño. ¿Cómo es?”.

“No sé, la verdad es que no lo pude ver muy bien”.

“Nunca volví a ver al dueño después de esa vez. Resultó que el manager tenía un dolor de estómago común y corriente. Después de ese día él continuó con su rutina de subirle la comida al dueño y yo renuncié después de Año Nuevo. Pensé que sería mejor no volverme a acercar a ese lugar, era como una especie de premonición”.

“¿Te importa si te hago una pregunta? Bueno, mejor dicho, dos preguntas”, le dije.

“Adelante. Me imagino que me vas a preguntar cuál fue mi deseo. Eso es lo primero que quieres saber, ¿no?”.

“Sí, pero siento que tú no quieres hablar de eso”.

“Ah, ¿en serio?”.

“Sí, pero no te preocupes, no te lo voy a sacar a la fuerza. Lo que sí me gustaría saber es si se hizo realidad y si en algún momento te arrepentiste”.

“La respuesta a la primera pregunta es sí y no. Supongo que todavía es muy pronto para saberlo porque todavía tengo mucho por vivir. Y la segunda… ¿cuál era?”.

“Si te has arrepentido de lo que deseaste”. Después de esa pregunta siguió un silencio.

“Estoy casada ahora con un empresario dos años mayor que yo, tengo dos hijos y todos los fines de semana juego al tennis con mis amigas y manejo un Audi. Ésa es mi vida en este momento”.

“Suena bastante bien”, le dije.

“Lo que intento decirte es esto: No importa que tan lejos llegue una persona, uno sólo puede ser uno mismo. ¿Tú que hubieras deseado en mi lugar?”.

“¿Si me hubiera pasado eso en mi cumpleaños?”.

Me tomé un momento para pensar en mi respuesta pero no se me pudo ocurrir ningún deseo.

“No se me ocurre nada”, confesé. “Estoy demasiado lejos de los veinte ahora”.

“Entonces, ¿no se te ocurre nada?”.

“No”, dije.

“¿Ni una cosa?”.

“Nada.”

“Ah, eso es porque tú ya pediste tu deseo”, dijo viéndome directamente a los ojos una vez más.

“Pero más vale que lo piense bien, querida, porque sólo le puedo hacer realidad un deseo”. En la oscuridad, en algún algún lado, un anciano usando una corbata vieja levanta un dedo para decir, “sólo uno y no puedes cambiar de parecer después”.

*Haruki Murakami es un escritor japonés que nació en Kyoto el 12 de enero de 1949. En 1973 se graduó de la Universidad de Waseda. Su primera novela, Hear the Wind Sing ganó el premio de literatura Gunzou en 1979. Dentro de su trabajo de ficción está The Sputnik Sweetheart, Kafka on the Shore, After Dark, entre otros.

Traducción inglés-español por Diana Morales Morales.

© 2006 por Haruki Murakami. Todos los derechos reservados.