Sólo sé que tengo que hacer lo que hago,
como un pájaro que tiene que hacer su nido, cuando llega el momento.
Theodore Sturgeon, Más que humano
Siempre la buscamos en los vasos, en los ríos, en los mares, siempre hemos sentido la sed pero la aplazamos hasta que resulta insoportable.
Desde los pueblos oprimidos, desde los espacios colonizados de la antigüedad hasta los deseos personales menos precisos se deja sentir la sed de independencia.
Jóvenes que en los albores de su mirada recién abierta perciben que existe un más allá de sus narices y quieren caminar lo que no está permitido, alzan la voz cuando se les pide silencio, incluso viejos que no han terminado de someterse al yugo que se han creado.
La independencia como una sed de separación de otro u orden establecido se presenta tanto de manera personal como de forma social.
Si la de-pendencia se refiere al hecho de prenderse de alguien o de algo –valga aquí decir incluso de una idea-, su contraparte es la in-de-pendencia, que incluiría por tanto, el impulso casi siempre irrefrenable de hacerse a un lado, hacer distancia; separarse.
No depender, no estar prendido a algo o alguien es la premisa que se juega en la lucha independentista, trátese de un pueblo o nación, o en su efecto micro cósmico, de una persona.
Regularmente como sucede de manera social, la lucha por independizarse se aplaza hasta que se vuelve insoportable la vida. Piense usted en un adolescente que ya quiere vivir su vida, es decir, tomar sus propias decisiones, algo le llevará a frenarse hasta lo posible, pero el deseo de ser llega el momento en que se rompe.
Y vienen los conflictos, se escuchan los gritos, la desesperación por soltarse ya, por no seguir prendado a lo que tanto tiempo resulto lo único, y es que cómo no, si es lo que mejor se conocía, cuando no lo único que ha sido visto por los ojos de la infancia.
Así los pueblos, así los sujetos, no hay manera de refrenar el ansia de independizarse, por más regalías que se entreguen a cambio de quedarse, por más promesas, por más de todo.
La independencia es una sed, y si eso puede entenderse, es fácil saber que no hay vuelta de hoja cuando una persona quiere separarse, cuando un pueblo como México en 1810 se volcó al exterior a gritar con toda el alma que se deseaba ser independiente.
Y en tanto sed, solo existe algo que puede colmarla, por supuesto, la sed de independencia se sacia con un agua tan turbia y a la vez tan rica llamada libertad.
Agua impura, colora, pero con un sabor tan agradable que una vez tomada difícilmente se olvida. Aunque a veces haga daño, aunque a veces se tome por los codos, aunque a veces se trate de solo una salpicada.
Como la planta desértica al simple salpiqueo de agua, el sujeto parece rejuvenecer con tan poco, con tan poca libertad. Porque la libertad siempre es tan poca, siempre es tan limitada que quedan ganas de más.
Tal vez por eso se sigue predicando en los pueblos que han sido colonizados en alguna etapa de su historia, que la independencia como la libertad nunca ha sido alcanzada en su totalidad.
Y se sigue luchando para conseguirla, no sabiendo que ésta, la independencia no existe, solo es un sueño, un anhelo al que sin embargo no se le puede voltear la cara.
Y no existe en tanto se cree que se consigue allá afuera. La libertad que se logra con la independencia inicia en la sed de uno, en la sed de cada quien, de ahí que las luchas sociales por independizarse son luchas narcisistas; de uno para muchos.
¿Pero qué sería de los muchos sin esa sed de unos pocos? ¿Qué sería de todos, que sin saber que la sed también la tienen ellos, la escuchan en unos pocos?
Porque es cierto, la sed se deja escuchar, la sed no guarda silencio; clama, demanda, grita para poder ser escuchada, de lo contrario la muerte toma su lugar.
Siempre la buscamos en los vasos, en los ríos, en los mares, siempre hemos sentido la sed pero la aplazamos hasta que resulta insoportable.