Entrevista a Paula Busseniers por Xánath Caraza

¿Quién es Paula?

Vivo en Xalapa, Veracruz, desde 1972, cuando emprendí la aventura de cambiar de país y de habla. Nací en la parte flamenca de Bélgica. Fui la hija tardía de una familia de tres mujeres, con abuelos que me conectan con el siglo XIX. La mala salud de mi madre contribuyó a que aprendiera muy temprano a cuidarme sola, a refugiarme en el jardín de mi casa y en el jardín secreto de mi imaginación.

Pasé mi infancia y adolescencia en un pueblo con bosques y trigales y también una torre medieval en que jugábamos al escondite. Los domingos recorríamos el país en el auto de papá: Bélgica es sólo un pañuelo. Esas salidas me abrieron el mundo. Escuchábamos música tan diversa como Los Platters, los Niños Cantores de Viena, Max Bruch o Charles Aznavour, y admirábamos pinturas de Brueghel, Rubens, Memlinck y Metsijs. Fijé para siempre en mi mente paisajes muy diversos, con sus característicos árboles, fauna y flora. Mientras, crecía calladamente, escuchando siempre, observando y sintiéndome extraña y fuera de lugar. En la escuela aprendía vorazmente francés, inglés y alemán. Quise ser profesora de inglés con la vaga idea de que así podría ganarme la vida en cualquier rincón del mundo. El destino me hizo venir a México, pero hubiera podido ser cualquier otro país. Al llegar, aprendí español en forma autodidacta, leyendo y escuchando, ayudándome con una gramática explicada en francés.

Al poco tiempo me incorporé como docente en la Facultad de Idiomas de la Universidad Veracruzana, lo que me permitió crecer profesionalmente, forjarme una  identidad singular y arraigarme con firmeza en mi entorno mexicano. Sin embargo, el hecho de leer, investigar y enseñar exclusivamente en inglés frenó mi aprendizaje del español, al que sólo di la debida importancia a mediados de los años noventa. Entré así en la tercera etapa de mi vida interior: hasta que salí de Bélgica pensé y soñé en flamenco; ya en México, mientras el flamenco se volvía obsoleto y mi español seguía rudimentario, utilicé el inglés para mis monólogos interiores; y en los últimos veintitantos años pienso, sueño y escribo en español, la lengua que eclipsó todas las otras, la que después de tanto tiempo llegué a querer.

Hace tres años una brutal caída me obligó a quedar en casa durante varios meses y repensar mis prioridades. A partir de ahí exploro por medio de la escritura –y con creciente libertad– mis propias cavernas repletas de zopilotes pero también de aves marinas, cenzontles y canarios, que son en realidad las cavernas de muchos o de todos. Escribo. Escribo poemas y cuentos, cerrando poco a poco el círculo: la niña que soñaba con escribir en su lengua primera se convirtió en la mujer madura que busca cumplir su sueño más íntimo en la última lengua que hizo suya. Todavía no he logrado cerrar ese círculo completamente, porque al guardar tan celosamente mis textos, al revisarlos una y otra vez, llena de dudas, no he sido capaz de dejarlos volar libremente, con excepción de unas pocas lecturas para mis amigos. Espero un día no muy lejano tener el valor de abrir la jaula de par en par y desearles buena suerte en su vuelo por el mundo.   

¿Quién te acerca a la lectura en tu niñez?

Mi padre leía el periódico todos los días y era aficionado a la historia regional y nacional. Mis hermanas tenían una suscripción a novelas (especialmente  históricas) de una red que divulga la cultura, la historia y el arte de Flandes (el Davidsfonds). Mi madre no leía, aunque hubiera sido la que más lo hubiera disfrutado; en cambio, zurcía, suspiraba, sufría.

Aprendí a leer rápido y bien, gracias a mi profesora del primer año de primaria que durante el recreo, y tejiendo medias con cuatro agujas, escuchaba a sus alumnas leer en voz alta. Le estoy eternamente agradecida porque me permitía leer los cuentos e historias que me fueron regalados cada 6 de diciembre por Sinterklaas, el patrón de los niños. Devoré parte de las bibliotecas de las escuelas primaria, secundaria y preparatoria. También asalté la biblioteca parroquial donde pude convencer al encargado de prestarme el doble de libros permitidos. Incursioné un tiempo en la biblioteca municipal de Lovaina en busca de poemarios, para luego descubrir la fantástica librería De Standaard, cuando ya existían Les Livres de Poches de Gallimard, los pocket books de Penguin y sus equivalentes flamencos y holandeses. Convencía a mi padre de que necesitaba tal o cual libro para mis estudios; nunca me dijo que no. Cuando mi cuñado se percató de mi  hambre de letras, empezó a obsequiarme libros en mi cumpleaños, en navidad y fin de año, y a veces, sin razón alguna.

Lo que me movía a leer fue esa curiosidad mía por conocer historias. Todo empezó tal vez al escuchar los relatos que se contaban alrededor del fuego cuando visitábamos a los abuelos paternos. Mi abuela recordaba que sus padres y sus tíos se horrorizaban porque el vapor del recién inaugurado tren secaría las ubres de las vacas, un desastre para ellos. Mi abuelo alimentaba mi imaginación con sus recuerdos de la guerra, de las dos guerras mundiales. Sin embargo, creo que la que detonó mi ansia por leer fue mi profesora del kínder, una monjita entrada en años, que nos contaba todos los días un cuento. Lo amenizaba con sus títeres desde una especie de cueva, fabricada con papel maché. Contribuyó sin duda a mi embeleso con los relatos bien contados. Yo siempre era pura oreja. En la boda de mi segunda hermana, el suegro, un viejo director de escuela, me contó varios relatos de su pueblo. Eso era la verdadera fiesta para mí. ¡Claro que quería leer!

¿Cuándo descubres la poesía y la haces parte de tu vida?

En la escuela primaria tuve la suerte de que no me obligaran a declamar. Era la maestra que leía en voz alta. Así conocí la poesía, con el ritmo y musicalidad de Guido Gezelle, el más festejado de los poetas flamencos. No traten de encontrar traducciones al español; es intraducible. Me es entrañable. Lloro cuando me atrevo a leerlo, por supuesto en voz alta y en forma deficiente, porque no logro ya articular debidamente.

Pero lo más bello y apasionante del mundo poético me ocurrió en las clases de mi maestra de literatura. Leía los versos de los poetas de mi lengua con tanta emoción, los explicaba con tanto entusiasmo y entendimiento, que me enamoré para siempre de la poesía. Y no sólo en flamenco. En aquel tiempo descubrí a Prévert y a Verlaine. Y tuve la dicha de leer  también a Goethe en alemán.

Y después hubo un gran silencio en mi vida, un silencio de invierno post-nuclear. Se me hizo creer que la poesía era para niños, que la lectura de literatura no era importante. Tardé mucho en recobrar el buen sentido. Y entonces un día escribí un poema en inglés. En medio de la noche. Era en realidad un fastidio: me despertaba con una línea o dos, prendía la luz, buscaba mis lentes, el cuaderno, el lápiz. Me desahogaba en el papel. Depositaba el cuaderno y el lápiz en el buró, también los lentes. Apagaba la luz y daba vueltas en la cama. Se repetía el ritual: tenía que apuntar la mejora del verso, o seguir con otro. Ni modo, mañana se me habría olvidado.

Y poco a poco logré escribir en español, titubeante, con mucho respeto, con mucho temor. No, eso no era un poema, no era digno de compartir. Quedaron largos años sepultados en el cajón más oscuro. Necesité muchas palabras de aliento, a veces de personas que sólo por un tiempo se presentaron en mi vida (¿hadas madrinas?).

¿Qué más quisieras compartir con nuestros lectores?

Mirando hacia atrás, creo que aquella niña necesitaba crecer y madurar para poder compartir su sentir, su visión del mundo. Además, entiendo ahora que los textos necesitan su tiempo para madurar. Rara vez llegan íntegros en un solo aliento. Aquello que quiere ser dicho es complejo y se oculta. La formulación de esa complejidad requiere atención de  artesana, casi medieval, que busca claridad y belleza en su quehacer. Éste es el camino.

¿Pudieras compartir algunos poemas para los lectores de Revista Literaria Monolito?

Orugas

Inicia la danza de las mariposas,

revelan signos de caligrafía,

redondos y humildes,

altos y vanidosos,

que buscan

        congregar     aparear      amoldar

que dibujan hilos con grafías,

cadenetas y filigranas,

forman familias con apellidos

nunca antes pronunciados,

cuentan historias en lenguas polícromas,

sueños y recuerdos imposibles.


Tarea de Penélope

Zurcir los ocres harapos,

tarea de Penélope,

retar polilla y alimaña,

hacer con los recuerdos hilos,

tejer – holgada y firme –

la mortaja de mañana.


Inaudible

Inaudible el suspiro en el Mare Nostrum,

sin velo, sin marea.

Telúrica la rotura, quirúrgica,

de pinzas y tenazas.

Delirando con sismos tardíos,

nace estrella de mar.

Larga su búsqueda, de posada en posada,

peregrina en Belén.