Entrevista a Judith Santopietro por Xánath Caraza

Para definirme tengo que entrar en el terreno de lo político, tengo que contarte un poco la historia de mi apellido y la decisión de aprender la lengua nahuatl, de migrar por varios años a distintos países. En realidad, dudo que haya una definición única que cada escritora perfile para determinado público. Es como el proceso de escritura o de las obras de arte –al que se refiere Walter Benjamin en el ensayo “La tarea del traductor”– y que no está determinado por el receptor, simplemente el poema existe. Así que carezco de mi propia definición en relación con una audiencia, pero sí permanezco en un proceso de conocer más a fondo mi historia familiar en relación con la Historia.

Entonces, me gustaría hablar de las secuelas del colonialismo en los núcleos familiares en América Latina, en especial en México que es el contexto más cercano, porque es un colonialismo que llevo en el nombre. Tengo un apellido italiano que arrastra una historia de racismo y violencia de los hombres blancos contra las mujeres indígenas y campesinas que encontraron a su paso; un apellido exaltado por mi familia durante décadas que ocultó una genealogía más cercana a lo indígena que lo europeo. Yo misma caí en esa trampa y, a los 15 años, usé este apellido como mi primer seudónimo de escritora. Ahora, 21 años después me ha sido difícil despojarme de él por las diversas publicaciones que aparecen firmadas así; sin embargo, a lo largo de estos años he logrado que las historias invisibilizadas de las mujeres en mi familia tengan más peso en mi escritura y me definan, que sean una punzada incesante para recordarme cuánto y cómo el racismo hiere las relaciones afectivas y amorosas de las familias.

Te decía que esa historia personal es también política porque funciona como el punto de partida para hablar de la violencia sexual, de la explotación, del racismo y, en particular, de la pérdida de una lengua: el mexicano/nahuatl. Mi intención es afirmar que hay una herencia nahua en la que mis afectos encuentran mayor eco: desde la forma de cocinar y compartir anécdotas –tal como mis abuelas y tías lo practicaban–, las enfermedades y su curación, los ritos de compadrazgo en el pueblo y el encuentro con la muerte. Sin duda, el colonialismo nos ha ido despojando de estas prácticas, pero para mí traerlas de nuevo al espacio público significa ser parte de esa lucha anticolonial de la que habla Silvia Rivera Cusicanqui; significa deletrear mi nombre y saberme colonizada aún y actuar contra eso. Entonces, siento que ese apellido es una roca pesada y necesaria para recordarme que debe existir un proceso anticolonial permanente, que a su vez es una resistencia ubicada en el afirmar que provengo de una estirpe de mujeres indígenas y campesinas que migraron a la ciudad o que murieron poco después del parto –como mi abuela materna, hablante de la lengua mexicana–. Alrededor de 55 años después de la muerte de mi abuela Otilia, decidí aprender ese idioma que ella no pudo enseñarme. Con la práctica del nahuatl afirmo mi estar en este mundo, sano mis afectos, llevo este idioma ­al espacio público y a mi escritura.

Aunque también te había mencionado la migración como algo que me define en mi vida de mujer adulta, este viaje involuntario por América y Europa durante 6 años se deriva de la violencia en México. A partir de la guerra contra el narcotráfico iniciada en 2006, comienza una etapa de terror en Veracruz, en especial en el barrio donde nací. Presencio la militarización de las calles, la desaparición forzada de mis vecinos jóvenes, el asesinato de otros amigos de la infancia y de familiares, la adhesión de tantos otros a las filas del narcotráfico, hasta que un día esa avalancha incontenible de violencia me toca a mí. Entonces me marcho y vivo la etapa más dolorosa y difícil de trauma fuera de mi país. Sin embargo, en ese proceso de migrar por varios países motivada por el único deseo de no pisar México, conozco a diversas comunidades migrantes en Estados Unidos cuya experiencia me revitaliza y ayuda a comprender mi situación de migrante que posee el privilegio de una visa.

Ese transitar involuntario –porque el migrante es expulsado por una fuerza económica y política y no por una decisión personal, como siempre se argumenta­– también ha definido mi escritura reciente.

Mi madre Adela es la primera que me acerca a la poesía de la Generación del 27, al Romanticismo y al Modernismo porque pasó mucho tiempo leyéndome a García Lorca, a Juan de Dios Peza y a Alfonsina Storni. Después, cuando pude leer por mí misma, ya muy tarde, casi a los 7 años, hice mis propias exploraciones a novelas y a un diario antropológico que estaba oculto en casa: Los hijos de Sánchez de Oscar Lewis. Pero sin duda, mi pleno acercamiento a la poesía fue en la adolescencia a través de dos amigos y mentores puertorriqueños: la poeta María Elena Hinojosa –hermana del artista Oliverio Hinojosa– y Waldo Lloreda Díaz ­–sobrino del escritor Abelardo Díaz Alfaro. Ellos formaron un círculo de lectura y análisis para atraer a adolescentes y jóvenes en mi ciudad natal, nos prepararon y adentraron a la crítica con lecturas de José Revueltas, Juan Rulfo, Lefebvre, pero en especial nos dieron a beber poesía latinoamericana.

 Hubo también otro colectivo de escritores locales llamado Los Hijos del Maíz en Córdoba, quienes propiciaron un movimiento cultural importante en la región en el año 2000. Montserrat Gheno y Leonardo Jiménez fueron los primeros que publicaron una serie de cuentos que escribí sobre el movimiento zapatista y los rituales de Día de muertos en el pueblo de mi abuela. Esas primeras publicaciones me llevaron a lecturas públicas y me acercaron con otros escritores regionales y nacionales; también me invitaron al Encuentro Internacional de Escritores del Caribe donde inicié una amistad con la poeta Isolda Dosamantes. Debo confesar que sólo después de ese encuentro escribí mi primer poema. El quehacer literario también toma más forma cuando inicio mis estudios de Literatura Española en la Universidad Veracruzana en Xalapa, una ciudad que me permitió nutrirme más del trabajo de amigos en disciplinas como el arte, el teatro y el periodismo. Esos años los dediqué no sólo a publicar mis primeros trabajos, sino a fundar la revista Vientos Alisios y el Grupo Cultural El Umbral, junto con otras artistas, como respuesta a la guerra entre Estados Unidos e Irak y con el fin de abrir espacios para escritores emergentes. En Xalapa no había modo de publicar si no pertenecías a algún grupo de escritores o formabas parte de la academia, ­no sé si aún se repitan esas prácticas, pero entonces era así. Lo interesante es que por esos años conocí el oficio de edición y gestión cultural, lo que cambió del todo mi percepción de publicar como autora. Para mí era más importante publicar mi obra al lado de otros artistas como resultado de algún proceso colectivo, ya fuera un acto político, una exposición donde se unía gente de otras disciplinas, un performance que sólo insertar un poema en alguna revista literaria. Ahora que traigo esta anécdota a partir de tu pregunta, me doy cuenta de que la guerra es algo que ha atravesado mi escritura desde entonces.

Reconozco que las publicaciones con mayor fuerza llegaron cuando me mudé al Distrito Federal (México). Apenas asentada en Coyoacán, un día recibí el correo de la poeta Tedi López Mills donde me anunciaba que Pura López Colomé había seleccionado mi poema “Ciudad de Polvo”, dedicado a las asesinadas de Ciudad Juárez, para el Anuario de Poesía 2006 del Fondo de Cultura Económica. Ese mismo otoño, el Festival de Poesía El Vértigo de los Aires me invitó a formar parte de la mesa de discusión “Poesía y política” donde conocí a uno de mis mentores principales: el recién fallecido Saúl Ibargoyen, poeta uruguayo-mexicano, exiliado de la dictadura y parte de la Generación de la Crisis –nombrada así por Ángel Rama–. Saúl generosamente prologó mi primer libro Palabras de Agua y, quizá sin que él lo supiera, me ayudó a comprender los procesos del exilio y la guerra. Diría que en el Distrito Federal ­–hoy Ciudad de México­– comenzó el verdadero quehacer literario para mí, pude concebir la escritura como un oficio para toda la vida.

Claro que los tengo, algunos son en otros idiomas, cambian según mis etapas anímicas e intelectuales, ya sea que esté más alejada de los procesos de depresión o más concentrada en la escritura y la investigación de campo, los viajes o el goce de la vida. Te comparto algunos:

El poema “Después de cada guerra” de Wislawa Szymborska es uno que mantengo abierto en el navegador del Ipad con el fin de releerlo cada vez que abro ese aparato. Intento mantener fija la presencia de esa guerra que devastó no sólo mi país sino mi lugar de nacimiento. Más allá de la tortura que podría significar para algunos, me mantiene atenta a los procesos de naturalización de la violencia por los que pasaron mi familia, mis amigos y vecinos con tal de sobrevivir. La negación de lo que sucedía como única medida de supervivencia:

“Alguien debe meterse
entre el barro, las cenizas,
los muelles de los sofás,
las astillas de cristal
y los trapos sangrientos.”

Otro es de Cesare Pavese, creo que uno de los principales, que de vez en vez me gusta recitar en italiano. Un poema también de la guerra:  

Verrà la morte e avrà i tuoi occhi- 
questa morte che ci accompagna
dal mattino alla sera, insonne,
sorda, come un vecchio rimorso
o un vizio assurdo. I tuoi occhi
saranno una vana parola
un grido taciuto, un silenzio.

Podría hacer una lista sin fin de los poemas que me gustan, pero en los últimos 3 años leo y releo este poema de Mikeas Sánchez, poeta en lengua zoque, que habla sobre la breve historia de migración de una mujer ore’yomo:

“Nereyda se soñó en New York[1]
contemplando su reflejo en un escaparate de Macy’s
una ore’yomo migrante 
una muchacha nacida en imperio Tzitzun
una niña huyendo descalza
lo más lejos posible de la orfandad (…)

Nereyda’is myabaxäyu nwyt New’York
ne’ yamumä’ kiene tumä tuku’ ma’aomo ñoyibäis Macy’s 
tumä ore’yomo 
tumä pabiñomo pänajubä’ dä’ najsomo’ram 
tumä’ nkiae ne’ pyoyubä koxtaksi’ 
ne’ chajkienbäu’bäis dyagbajk’ajku’y (…)”

Por supuesto, el libro Migraciones de Gloria Gervitz, poeta judía-mexicana, que recién leí en el otoño pasado:

“Mis muertos son tan reales como yo. Les hablo en ruso y en yiddish. Casi me he olvidado del español (…)”

Como te dije antes, mi proceso de migración ha sido algo que lo atraviesa todo en estos años, no sólo porque escribí una tesis sobre la comunidad nahua de Teopantlán asentada en Nueva York, sino por vivir 6 años fuera de mi país natal. La migración atraviesa desde mi escritura hasta mis investigaciones, mis relaciones de amistad y los afectos. Así que para hablar de esos afectos y de los procesos para sanarlos, leo a Joy Harjo, en especial este poema-rezo:

“I release you, my beautiful and terrible fear.

I release you.

You were my beloved and hated twin, but now, I don’t know you as myself.

I release you with all the pain I would know at the death of my daughters (…)

 Si en algún momento creí que mi broken English afectaba la elasticidad y vitalidad de mi lengua nativa, el español, y además me quitaba horas de estudio del nahuatl, ahora lo veo como una ventana amplísima para acercarme a la escritura de mujeres de las naciones indígenas de Estados Unidos y para cruzar hacia otros terrenos del pensamiento y la poesía.

Tengo el ciclo circadiano muy descontrolado después de algunos años con depresión y ansiedad, así que una jornada habitual de escritura para mí empieza alrededor del mediodía y se prolonga hasta las 4 de la madrugada, hora en la que mis pensamientos están más apaciguados y logro concentrarme. Son jornadas que se detienen hasta que esa idea que he rumiado por días desciende a lo material del lenguaje. Escucho música y hago pausas para leer algún poema en voz alta.

Coedito la antología Women Poets from the Americas, a invitación de la escritora chicana Norma Elia Cantú, que se titula así provisionalmente y será publicada por Trinity University Press. Además, me hice socia del proyecto editorial ORCA Libros que fundó la poeta colombiana Lina X. Aguirre en Athens, Georgia, con el fin de publicar a mujeres escritoras en libros bilingües en EE UU. Empecé la traducción del libro Words Like Love de la poeta nativoamericana Tanaya Winder cuando vivía en Nueva York en 2014, así que este año quiero dedicarlo a terminar el primer borrador de su libro. Soy una traductora principiante que tiene la fortuna de conocer a algunos traductores profesionales a quienes pregunto dudas, pido consejos y sugerencias de lecturas, pero sobre todo traduzco para que la obra de Tanaya se conozca en español porque es fundamental para estos tiempos aciagos en nuestro continente. Ella posee una voz poderosa y genuina de la resistencia de los pueblos indígenas en EE UU.

A nivel personal, escribo con algo de dolor un libro de poesía sobre la guerra en México, un libro que quizá aborde las historias de desaparición forzada en el país, eso aún no lo decido. Colinas de Santa Fe es un proyecto finalista en el Premio Literario Internacional “Aura Estrada” en 2017 para el que no tengo la suficiente energía emocional ni espiritual. Implica escarbar en archivos de los primeros años de la guerra en mi barrio, en hacer el recuento de los amigos y vecinos que no están más, recapitular la historia de mi sobrino asesinado en 2012, pero principalmente, reconstruir las experiencias de violencia que me golpearon directamente.

Por otro lado, también hago la investigación para mi primera novela Amapolas sobre el hielo, cuya trama incluye historias de migración de mujeres indígenas en los EE UU. La inicié en 2017 y en el verano de ese mismo año hice un recorrido por las rutas migratorias en la Montaña Alta de Guerrero (México), Houston (Texas) y la ciudad de Nueva York.  

Finalizo los últimos detalles de Tiawanaku. poemas de la Madre Coqa que será mi primer libro de poesía bilingüe publicado por ORCA Libros con una traducción de Ilana Dann Luna. Un libro que documenta mi intento fallido por vivir en Bolivia y los primeros síntomas del trastorno de estrés postraumático.

Leer, viajar, gozar de la vida, balbucear en otros idiomas aunque no se tenga el dominio de ellos, acercarse de vez en vez a talleres, tener principios éticos en su escritura, ir en la búsqueda de una voz genuina, edificar comunidades alrededor de su obra, pero principalmente creer en la escritura como un oficio que requiere disciplina e investigación. Les recomiendo buscar las grietas que les permitan escribir aún si las condiciones son adversas dentro de todo el engranaje del capitalismo, escribir desde los afectos y la intuición.

Crédito de la foto: www.limagris.com


[1] http://www.latinamericanliteraturetoday.org/es/2017/january/dos-poemas-de-mikeas-s%C3%A1nchez