He gozado de un tiempo extraordinario durante mi trabajo estos últimos días, una soledad como remanso. Siempre me han atraído los lugares desolados que fueron pensados para soportar masas: plazas, avenidas, oficinas o escuelas. En estos días, suelo abrir un libro mientras dos personas juegan baraja enfrente de mí. El sonido de las cartas deslizándose una sobre otra compone una música familiar, sin risas ni bebida, solo el puro azar que te quita lo que te da. No hay exabruptos, en realidad no se gana, tampoco se pierde. Uno lanza una mano hasta sus últimas consecuencias y sonríe para sí mismo al ver que a veces eso vale más que una mano supuestamente ganadora.
El frescor de enero sostiene este tiempo suspendido. Uno abraza sus cartas (o su libro, o su cigarro o sus recuerdos) y a sí mismo. Somos personas que por mera casualidad estamos juntas; se nota cuando los monosílabos aplanan el campo sonoro que allí se desarrolla. A veces uno olvida que el único porvenir asegurado es nuestra memoria. No más. Tras dos horas de esta faena, los únicos diálogos bogan entre la cortesía básica y la llamada de atención para seguir el juego.
Mis jefes inmediatos van de un lado a otro con el mismo ímpetu de siempre. Un compañero de trabajo responde su celular: ‘Sí. Ajá. No, el martes’. Miro de reojo y me encuentro una cara que podría estar frente a una faena burocrática o frente a una lista de pendientes engorrosos y deprimentes. Su intervención de pujidos que pretenden indicar que entiende la información que recibe termina con un: -Llegamos antes para ayudar con la comida. Sí, le daré el pésame al rato. Va. Chao-. Cuando me lo encuentro en el pasillo nos saludamos con las frases inamovibles de siempre: ‘¿Cómo estás?’, ‘¿Ya quedó?’, ‘Hasta luego’.
De repente un pensamiento me sorprende: “Por eso me gustó aquella película anodina”. No sé si haya una mejor manera de describir este largometraje de David Eastel. Hacer un comentario o una reseña de The Plains supone sostener una advertencia: los adjetivos para describirla no pretenden ser desfavorables. En resumen, esta obra de Eastel aborda la vida de un hombre, de unos 50 años aproximadamente, que viaja a casa al final de la jornada laboral en los suburbios de Melbourne. La única perspectiva que tendremos a lo largo de las casi tres horas que dura el metraje, será la del interior del coche. A medida que transcurren estos viajes del trabajo a su casa, observamos los distintos eventos de su vida: pero los observamos fragmentados, con un estatismo de cámara que te hace sentir (de nuevo) un niño que por azar o por fuerza, acompaña en el viaje a un adulto.
The Plains se distingue por ser una narrativa de lo anodino: los detalles mundanos, y sólo ellos, son el gran protagonista del filme. El conductor se revela como un abogado de nombre Andrew (el actor es Andrew Rakowski) que termina su trabajo a las 5 de la tarde, y cuyo viaje de regreso en auto incluye el inalterable ritual de llamar a su madre (o a los cuidadores de su madre), a su esposa y, ocasionalmente, dar un aventón a un compañero de trabajo 20 años años más joven que él.
Cuando realiza las llamadas, nosotros como espectadores, sólo escuchamos retazos de una conversación que poco a poco nos resulta familiar. Monosílabos, despedirse tres veces, olvidar lo que estabas a punto de decir, etcétera. Cuando va con el compañero de trabajo es Andrew quien genera la plática, el otro (actuado por el propio David Eastel) nos da la sensación de que no compartiría algo genuino con Andrew ni aunque su vida dependiera de ello.
A diferencia de algunos comentarios sobre la película, no me parece que la película nos entregue ningún momento epifánico; no conocemos jamás a Andrew, por mucho que se descosa con su compañero de trabajo, lo que nos enteramos gracias a estas conversaciones sobre él y su madre o padre, pertenece a otro tiempo donde incluso él ignora si el tiempo ha distorsionado los acontecimientos. La relación entre él y su esposa es más una relación entre él y lo cotidiano del matrimonio. No puedo dejar de sentir cómo el avance narrativo juega precisamente con la noción de avance, de movimiento, con las convenciones mismas de lo que se entiende por narrativa; véase como la muerte de su madre ha sido tan poco trascendente como el aparente distanciamiento con su esposa.
Cuando terminé de ver The Plains, llegué a conclusiones parecidas, pero su impacto fue mucho más real que la mayoría de otros filmes. Durante estas mañanas del trabajo donde nada y todo sucede a la vez, las imágenes de este largometraje, que coquetea con el documental, me sacudieron por su ritmo incontestable. No es una obra pensada para el gusto, ni siquiera para el más selecto. Retrata la planitud de nuestras vidas atascadas en el tráfico de nuestras vidas, sea éste objetivo o subjetivo. Planitud que muchas veces queremos hacer pasar por plenitud.
The Plains es una apuesta estética sin mayores pretensiones. El manejo de la cámara, por ejemplo, es una dejadez artística con plena intención: la perspectiva es lo que no se mueve precisamente porque las cosas externas (incluidos los sujetos) parecen sí hacerlo. El filme aburre porque la mayor parte de nuestra vida es un lánguido bostezo entre el tráfico o los emocionantes 80 kilómetros por hora cuando tenemos prisa por llegar a un lugar que, de haber podido elegir, ni hubiéramos considerado visitar.