Ensayo «Tacones de aguja por esta ciudad» por Andrea Jiménez

Conservo en el fondo de mi armario los zapatos más bonitos que jamás he tenido; unas sandalias negras italianas de terciopelo, 10 cm de aguja que curvan el empeine exhibido y que intentan compensar al talón sufrido con una plataforma de casi la misma altura. Se enredan en el tobillo y serpentean las curvas del pie hasta atarse al comienzo de la pantorrilla. Vero cuoio dice en la suela, junto a la etiqueta ilegible de su precio, que no recuerdo cuál fue, sólo que resultaron carísimos. Me los puse una vez, en una fiesta en la que acabé descalza.

El primer calzado de tacón de aguja lo inventó un artesano italiano, Giacomo Pirandelli, el barón de Styletto, con el propósito de facilitar a los jinetes militares la sujeción a los estribos. Un ingenio concebido por un hombre para mejorar la vida de los hombres acabó por evolucionar en casi una imposición estética para las mujeres.

Pienso en todos los tacones de aguja que esperan a aferrarse a las chinchas de un caballo. Pienso en los tacones que ya no calzo porque desde que vivo en esta ciudad me olvidé de usarlos: por las largas distancias, por los adoquines borrachos, porque crecen los boquetes y las raíces de los árboles, las grietas, y se provocan los esguinces, por si hay que correr, por si me pierdo y tengo que volver sobre mis pasos multiplicados en kilómetros. Porque esta ciudad es inmensa, infinita, es un monstruo, sobre todo en la noche. Porque la ciudad desbocada, la llamó un argentino.

En esta misma ciudad, hace sólo unas horas, la canción feminista del colectivo Las Tesis estalló en la plaza del Zócalo. Desde los cerros del Valparaíso, la letrilla se extendió también por el Parque de los Hippies de Bogotá hasta la Plaza Italia de Cali; se paseó por la plaza del Museo Reina Sofía de Madrid; se dispersó hacia Berlín, y hasta París, en esa ciudad nostálgica, de la alta costura y el amor de molde, donde se perdió una Maga en un puente y tras ella muchas; las francesas sonaban muy chic y coordinadas frente a una Tour Eiffel tintineando en dorados. La estrofa chilena, contagiosa, que llegaría hasta la India una semana después, alcanzaría todavía, a otros tantos lugares más. Porque aquel rap virulento, transoceánico, tan crudo, fue, es y será -también ya mozambiqueño-, un lugar común para las mujeres. ¿Hasta cuándo?

Yo no alcancé ni a los polvos rosas ni al ángel dorado patrio tomado por los aerosoles y amanecido en colorines. ¡Oh, monumentos ultrajados por el rosa que lanzaron las mujeres! No alcancé ni al baile ni al jolgorio de ninguna plaza ya tan suyas, tan nuestras, tan conquistadas como ilusión colectiva: Y la culpa no era mía, ni dónde estaba ni cómo vestía

Antes de salir de casa para andar a la búsqueda de entrevistas y de soledades, trabajo de campo en viernes, una copa de vino. Un vino barato que me bebo casi de trago, sin saborear los taninos, sin evaluar olores para aguantar yo un pedazo de noche que en realidad nunca voy a soportar. El licor de anís se lo dejo a ellas, semillas de Pimpinella anisum, la bebida en un rincón del mundo de las putas -trabajadoras sexuales por si la corrección política-, las chicas del tacón dorado. Anís que calienta rápido, licor espirituoso para el cuerpo, un traguito y abrasa la garganta en dulzor; es barato. “Dos traguitos y los tacones dejan de chingar. Para las noches largas de la calle es mano de santo”.

Y llamo al taxi, y envío mi ubicación en tiempo real a alguien, a una amiga, a mi pareja. “No estaré más de dos horas. Te mando ubicación, por si acaso”. Por si acaso mi cuerpo en una cajuela de un coche, en un basurero de Ecatepec, en un paraje de Xochimilco, o en una bodega de la Central de Abasto. Por si acaso un satélite alcanza a encontrarlo. Para que me encuentren porque me han buscado. “¿A dónde iba la güerita a esas horas? ¡Qué hacía en esa colonia!”. La curiosidad fue la que mató al gato, a la gata.

 ¿Y dónde estaba y cómo vestía?

Pregunta elemental en esta ciudad, donde en sus ensanches, como trincheras entre las colonias, crece un abismo de supervivencias jamás paralelas. A un cuerpo lo embalsaman, lo enjaguan con lágrimas, lo escurren después en algodones para enredarlo en sedas. Otro es el cuerpo inerte en una morgue, ni entierros ni llantos ni veladoras, ni una fotografía aunque sea de carné tomada en un fotomatón un día tonto, o quizás un día importante, que empapelará luego en carteles —pixeles estirados— pasillos de los metros y marquesinas, por si en la espera, la suerte del azar reconozca un rostro que desapareció. A las mujeres las desaparecen.

 ¿Y dónde estaba y cómo vestía?

Al bajar del coche el conductor dice sin decir, “¿Seguro que te dejo aquí, damita?”. Güerita, blanquita. Porque lo han dicho antes, de otras formas, y no me ofende, resulta conmovedor que alguien se preocupe tanto, a pesar del suéter feo y desproporcionado a mis medidas. Porque no creo en el racismo inverso. “Eso”, pienso, “no existe”. Observo la mueca de preocupación del hombre que asoma del retrovisor para clavarse en mis pupilas, en alerta sus cejas erguidas: teme que me pase algo y respiro más profundo, no es otro enemigo de la noche. ¿Podría este compadre instantáneo volverse también depredador? Quizás con otras, quizás en otras…

Un viernes a las 10 de la noche, el sexoservicio lo anuncian los tacones marginados del Puente de Alvarado de la Cuauhtémoc. Yo ya no llevo tacones por esta ciudad. Sí los lleva Mari Carmen, quien apoya la espalda rendida en una curva sobre el escaparate del edificio Nissan, que abarca casi una cuadra de la extensa vía de esta colonia dejada a su suerte. Donde las farolas no existen, una luna llena ilumina las siluetas de lobas, corderos, girando sobre sus pasos en la noche triste. A Mari Carmen la conozco de otras veces. Con ella se puede conversar, habla de casi todo, y se ríe mucho, muchísimo, mostrando unos preciosos hoyuelos sobre una dentadura desgastada; no le tiene miedo a la grabadora, mientras no haya fotos. Tras su sombra chiquita, coches en una vitrina se exhiben bajo luces artificiales de neón. Más luces que se instalan para alumbrar turismos que los caminos que pisan las mujeres. Un Toyota esmaltado en blanco hace contraste con su figura menuda. El pelo corto y ahuecado entre canas a la espera del próximo tinte, los tacones bien altos, claro, y una minifalda que deja sus piernas desnudas como dos palitos a la intemperie. Sus várices al relajo de clientes, las equivalentes a las horas en pie. ¿Se podrán medir las luchas en varices? Las venas dilatadas como forma de lucha sobre unos tacones.

“Los tacones empoderan”, anuncia una revista que ojear en cualquier sala de espera. Una revista femenina que se dice también feminista, y en el intento cae en el paradigma. En las contradicciones que caemos una y otra vez casi todas, supongo.

Advertida tantas veces por la misma publicidad, me recreo en paisajes de la memoria para sentirme poderosa en mis sandalias de tacón, me entretengo en una foto de mis piernas desnudas en veranos. A Mari Carmen esta noche, lejos de mi pasado y de recuerdos entrañables, del frío sólo la protege unas medias finas de redecilla negra y se abriga del invierno en un imperdible igual de oscuro ajustado sin abrochar del que asoman sus enormes pechos, laxos, en un desparrame sobre el escote. Mis pechos pequeños contenidos. Me alegra que así estén, guardaditos, protegidos. Pechos que no dieron de mamar, pechos que se vuelven denuncia, pechos pornográficos los más demandados. Y también están los pechos mutilados.

 ¿Y dónde estaba y cómo vestía?

Me acerco a Mari Carmen, una mancha en el escaparate. Tiene 56 años y prácticamente la mitad haciendo la calle. Hace unos meses, un accidente le arrancó al hijo más pequeño. Fue al otro lado de la frontera, al otro lado de un sueño, me cuenta. “Graba, mija, pero que no se me vea la carita”. No pudo darle entierro al hijo, pero encontró en una red de compasión callejera la ayuda para traerse el cuerpo en cenizas, en cenizas se lo dieron, las que guarda en una en casa sin puertas ni ventanas de la que sale y entra como un ser fantasmal. “Como una sombra”, dice ella.

—Estoy vieja, ahora sólo aguanto tres. Tres hombres y me voy a casa.

Mari Carmen no quiere que escriba su nombre verdadero ni aparecer en ninguna foto.

—Ellos no saben, no quiero que sepan. Si salgo en un periodicucho de ésos, se enterarían. ¿Y luego qué?

Ellos son sus hijos, los dos que le quedan vivos, y los cinco nietos repartidos en tres estados.

—No pueden saberlo. Son mi vida.

—¿Y esto qué es, Mari Carmen? —no le pregunto…

—Esto es otra vida —me dice sin contestar.

Se acercan Carola, Cristal, Ivonne y Estrella. La última quintanarroense, la que “no aguanta el frío de México”, se le burlan las demás, todas demasiado jóvenes para esta calle tan sola. Lobas desnudas de purpurina, telas a modo de enaguas que acaban en la curva de sus pompas; carmines de todas las tonalidades. Apestan a pachuli barato. Cuánta discriminación, posibilidad de diferenciarse, cabe en una paleta de aromas… Yo ahora llevo un suéter, pero en otros lugares, en otro momento, enseño tanto mío para otros como ellas: toda la piel a la brisa de una playa, en un café donde el sol reciente, tan esperado por los madrugadores de la primavera, anuncia los escotes en las terrazas, las tiras de las camisetas que resbalan por los hombros insinuantes. Son vidas distintas. Suertes de la vida. Pero, no así, ni aquí, cuando tanto frío, por eso este jersey tan antisexoservicio.

Grabadora ya en mano, pregunto a Carola, Cristal, a las otras se las llevaron de una mano a la habitación de un hotel aquí al ladito. “Para otro día, güerita, es momento de chamba”, responden al unísono. Esta noche en la que yo quiero, ellas no quieren hablar, les estoy robando negocio de supervivencia. Para mí no es más que material. Me dicen, como murmurando, por si las farolas luego dijeran, que desaparecieron a muchas, que las patrullas encargadas de poner orden a la noche sólo ponen estragos y mordidas, “con nosotras se cobran lo suyo”. Luego dicen que hubo una bronca tremenda con la nueva, “se pasó de lista”, masculla la más descarada, de dientes torcidos y pintalabios fucsia. Que sacaron hasta las navajas. Y se marchan y me dejan sola con la grabadora y la luna.

Esta noche, cuando vuelva a casa, quizás lance esos tacones que nunca más vuelva a calzar por la ventana. Quizás los detesto, sobre todo, porque soy incapaz de desprenderme de ellos; como un fetiche decoran mi clóset. Son los zapatos más bonitos que jamás tendré, unas sandalias italianas que sólo me puse un día. Bajo una farola, deseo que las chicas vuelvan, que no me dejen sola. Bajo una farola, sólo quiero dejarme llevar por el tarareo, “y la culpa no era mía ni dónde estaba ni cómo vestía”; gritarle a esta inmensa ciudad que la brillantina en su pelo, vestidos y tacones reclama también por esas lobas corderos de las calles de madrugadas; susurrar a las farolas, como hacen ellas, que a las desaparecidas ahora las buscan y, a veces, si se pone empeño, hasta las encuentran.

El cielo no amenaza con las lluvias que en los meses anteriores casi colapsan la ciudad y la noche parece que será larga -depende para quien-. Yo siempre puedo llamar a un Uber, a un taxi rosa de esos prohibidos. Puedo llamar a un amigo, yo siempre puedo volver a casa con mis perros, gatos, botellas de vinos, libros, cama calientita. Ponerme o no esos tacones italianos. ¡Lanzarlos por la ventana!

¿Se contagiarán algún día esas chicas con la estrofa que tarareaban las calles horas antes? Y la culpa no era mía ni donde estaba ni como vestía… Aunque sea sólo porque visten ellas más brillantilla que todos los monumentos una vez en el agosto de esta ciudad, que todos los legados porfiristas mancillados.

Y, sin embargo, ni rastro de diamantina por estos lados.