Ensayo «Sonidos cotidianos» por José Navarrete Lezama

Uno de los extravagantes personajes de Gog, la novela de Papini, realza el carácter efímero y a la vez potente del sonido. El sonido se debe al instante, nada lo contiene, sin embargo, su poder de evocación puede ser mayúsculo. Pero, ¿son acaso los sonidos cotidianos los más débiles? ¿O es que nosotros, en nuestra vida agitada, los hemos debilitado?

Los sonidos cotidianos no están ahí para crear melodías. Son una exigencia, existencia abrupta, como el ladrido de un perro o el ruido de un motor. No nos son imperceptibles, tampoco memorables. Parecen no decirnos nada, incluso, parecen ser las cosas que los producen; decimos: “es una ambulancia”.

El sonido cotidiano no es por sí solo, siempre es otra cosa: un auto, una sirena de ambulancia. Tan inmediatos y, por igual ajenos, los ruidos nos envuelven. Son efímeros porque, a nuestra consideración, no merecen ser reinterpretados. Sólo aquello que interpretamos y volvemos a interpretar significa algo para nosotros, o está en camino de significar.

No significan, no evocan nada más que aquello que los produce. ¿Cuál es nuestro grado de receptividad ante un sonido cotidiano? Echemos un vistazo, o prestemos oído, a nuestros recuerdos. ¿Cuántos de ellos están relacionados a un sonido? ¿Las voces de cuántos de nuestros muertos recordamos?

Si en general la vista no fuera el sentido más valorado por el hombre, y sí el oído, nuestros recuerdos estarían condicionados a los sonidos que hemos escuchado toda nuestra vida. En muchas ocasiones, señaló alguna vez Salvador Elizondo, le pasó por la cabeza que podía reconstruir con sólo evocar sus sonidos característicos, periodos enteros de su vida.

Al considerar la posibilidad que menciona Elizondo, entramos en el terreno de lo significativo. Los sonidos, ordenados de alguna u otra manera, comienzan a significar. Pueden remitir a épocas, o quizá sólo a uno o varios instantes, como en Proust. Elizondo enumera algunos ruidos, los ordena para que evoquen. Proust evoca, y entre lo que evoca se cuelan algunos sonidos.

Cuando niño, nos dice Elizondo en su texto Ruidos, los sonidos que provenían de la calle eran en su mayoría humanos, animales, naturales. No existían entonces las grandes avenidas y los mares de automóviles. Recuerda el paso del afilador, reconocible por las notas de una siringa; las campanadas que llamaban a misa, los gritos solicitando la presencia de alguien. Todo dispuesto para construir sonoramente distintas etapas: la niñez, la adolescencia, la madurez.

El narrador de En busca del tiempo perdido rememora su niñez, y tal vez en tropel o de a poco, vuelven a su memoria algunas imágenes, sabores, sonidos. Recuerda el ruido del cascabel de la puerta, que indicaba que Swann se marchaba; las frases de despedida, los pasos de sus padres por las escaleras. Eran los sonidos de aquellos instantes en que deseaba que su madre entrara a su cuarto a darle un beso de buenas noches, deseo prolongado durante horas, las mismas que duraba la visita de Swann.

Los de Elizondo y Proust son sonidos significativos porque han sido rememorados, los autores los han obligado a significar, los extrajeron del fluir incesante de lo cotidiano, de la marejada de ruidos, para colocarlos en un pedestal. Ya no son sonidos cotidianos.

Lo cotidiano es el territorio de la sucesión incontrolada, el tiempo-espacio de la existencia abrupta, donde los sonidos no parecen, ni representan, ni significan, únicamente son. Por fin encontramos a la existencia casi desnuda de significado, de todo lo que un sujeto consciente puede revestirle. ¿Pero encontrarla no es, al mismo tiempo, demolerla? ¿No son ahora tales sonidos cotidianos, después de ser enunciados, algo más que pura existencia?

Ahora, que ya se les ha enunciado, los podemos mirar –perdón por la expresión– como se mira una grieta. A las grietas las contemplamos inquietos, algo nos obliga a pensar en cuándo y cómo pudo pasar, cómo pudieron ser, si son el anuncio de una catástrofe inminente, si son la manifestación más sutil –pero no por ello menos peligrosa– de fuerzas invisibles. El sonido cotidiano, si se le presta atención, es una grieta en el tiempo de los hombres.