Ensayo «Responder con el silencio» por Estefanía Arista Palacios

En la vida conocemos diferentes tipos de silencio. Existe un silencio literario y existen los silencios en la literatura. Existen los silencios durante la agonía y los silencios agonizantes. Los silencios provocados por un estado de paz y los silencios pacíficos. Cada uno se experimenta de manera diferente. Los silencios cuando alguien se encuentra en agonía pueden ser una buena decisión para lidiar con la pérdida. Pero cuando un silencio, provocado por X o Z se manifiesta de manera agonizante, punzante, dolorosa, quizá no nos lleve a nada bueno. Quizá nos lleve a ser productivos artísticamente, quizá nos lleve a una epifanía, quizá nos lleve al suicidio. Hay silencios que provienen de un estado de tranquilidad y plenitud mental. Hay silencios que, dentro de la agonía, pueden llegar a mostrar sus lados pacíficos. Quizá en el silencio podremos encontrar confort por un dolor que –si intentamos expresar o explicárnoslo, aunque sea a nosotros mismos, con palabras –se hacía insoportable.

En la literatura ha habido autores silenciosos. Autores que escogen el silencio literario después de haber publicado obras –cumbre o no– y con el que permanecen sin escribir nada nuevo, sin opinar en el mundo. George Steiner se ocupa de estos autores y del trabajo que requiere el silencio de un autor en su ensayo El silencio y el poeta. “El poeta procede inquietantemente a semejanza de los dioses. Su canto edifica ciudades; sus palabras tienen ese poder que, por encima de todos los demás, los dioses querrían negarle al hombre, el poder de conferir una vida duradera. Hablar, adoptar la singularidad y soledad privilegiadas del hombre en el silencio de la creación, es algo peligroso. Hablar con el máximo vigor de la palabra, como hace el poeta, lo es más todavía. Así, incluso para el escritor, y quizá más para él que para los demás, el silencio es una tentación, es un refugio…”.

No sólo el poeta, como escribe Steiner, puede buscar refugio en el silencio. El ser humano también responde ante las adversidades y felicidades de la vida con el silencio. A veces, después de ciertas experiencias, ocurre con nuestro lenguaje una revelación poética –sin nosotros mismos ser poetas– el alcance de un conocimiento nuevo, alcanzamos, como le llamaría Octavio Paz, la otra orilla. Y ha esa otra orilla podemos llegar con el silencio. El mutismo es una opción cuando nuestro lenguaje se vuelve inarticulado, como si fuéramos bebés que intentan jugar con ciertos objetos que todavía no aprende para que son, cuál es su verdadero objetivo.

(¿Tiene el lenguaje un objetivo? Si bien esta es una pregunta que considero imposible responder más allá del ámbito de la comunicación, puedo afirmar que el silencio tiene un objetivo).

La inflación de la moneda emocional

Steiner concluye en El silencio y el poeta: “la inflación constante de la moneda verbal ha devaluado de tal modo lo que antes fuera un acto luminoso de comunicación que lo válido y lo verdaderamente nuevo ya no pueden hacerse oír.” Él escribe en un tiempo en el que está cuestionando si escribir es un acto tan relevante y necesario para la sociedad de su época. Hay un exceso de escritura y un exceso de pensamientos que no llevan a ningún lado. Lo que tendría que decirse, de lo que tendría que estarse escribiendo, no hay nada en el mercado. Es esa la inflación de la moneda verbal. Existe, por otro lado, la inflación de la moneda emocional.

Ya hemos hablado de desgaste y la desconfianza hacia el lenguaje. Por ello, hablar teniendo consciencia de que existe otra forma de hablar, una manera de expresión por parte del silencio, dota de cualidades hasta ahora no previsibles de éste. Guillermo Sucre escribe: “hablar a partir de la conciencia que se tiene del silencio, es ya hablar de otro modo: al reconocer sus límites, el lenguaje puede recobrar al mismo tiermpo su intensidad. ¿No hay un lenguaje que, por su propia naturaleza, es una suerte de silencio?”. En El sí de las niñas los personajes hacen constantemente una reflexión en torno al silencio. Sus acciones son producto del silencio, son una apología o rechazo del mismo. Doña Francisca se ve obligada a obedecer a su madres para casarse con un viejo, Don Diego, quien tampoco está muy seguro de que casarse con una mujer, una niña. Él es quien reflexiona así sobre la esclavitud del silencio (femenino) en la obra:

Esto es lo que se llama criar bien a una niña: enseñarla a que desmienta y oculte las pasiones más inocentes con una pérfida disimulación. Las juzgan honestas luego que las ven instruidas en el arte de callar y mentir. Se obstinan en que el temperamento, la edad ni el genio no han de tener influencia alguna en sus inclinaciones, o en que su voluntad ha de torcerse al capricho de quien las gobierna. Todo se las permite, menos la sinceridad. Con tal que no digan lo que sienten, con tal que finjan aborrecer lo que más desean, con tal que se presten a pronunciar, cuando se lo manden, un sí perjuro, sacrílego, origen de tantos escándalos, ya están bien criadas, y se llama excelente educación la que inspira en ellas el temor, la astucia y el silencio de un esclavo.

Es de suma importancia fijar nuestra atención en las últimas palabras. Cuando ha uno se le es impuesto el silencio, corre el riesgo de pensar que esa es su única opción. Que incluso ha sido una decisión propia. Cuando perdemos a un ser amado, se nos enseña a mentir y ocultar nuestros verdaderos sentimientos: una puede sufrir, pero no debe hacerlo por mucho tiempo. Todo se nos permite en una pérdida, menos la sinceridad. ¿Cuál sería esa sinceridad? El silencio. El silencio es una forma de habla sincera. Con el silencio se puede estar en pena, honrar el dolor de una pérdida. Es en este silencio en el que yo encuentro que uno no se convierte en esclavo. Nos convertimos en esclavos de la palabra cuando buscamos explicar porqué han ocurrido los hechos, por qué nos duele que haya muerto un familiar, un ídolo famoso o –en mi caso– una “mascota”.

He intentado escribir desde algunos meses un poema sobre mi perra, un labrador dorado, al que, todavía, llamó Luna. Mientras pensaba en este ensayo como trabajo final quise incluir mi experiencia tras la muerte de una maestra querida que falleció el año pasado: Zarema Chibirova. Sin embargo, por mucho tiempo después de enterarme de esa pérdida, quise escribir un ensayo sobre ello –y después un poema– y me fue inasequible. Me fue imposible, incluso, llorarle de inmediato. Se me impuso la esclavitud de la palabra: se seguir formulando su existencia como una idea, como un discurso lógico en el que me repetía lo que significó su presencia en mi vida. ¿Por qué no podía, entonces, articular el significado de su muerte? Para ello necesitaba el lenguaje del silencio. Porque la moneda emocional estaba devaluada, porque en ella no pude encontrar el reino necesario. Era esclava también de la moneda verbal, la que quería explicar con lógica la pena de un sentimiento irreparable. En el silencio uno puede ser el rey.

Hace tan sólo dos días, el jueves 28 de julio, mi mascota de la infancia murió. Tenía doce años y tuvo una falla cardiaca. Sobrevivió a ella y los doctores consideraron que la mejor opción era dormirla. Mi familia me llamó por teléfono, a manera de autorización, pues con medicamentos, Luna podría haber sobrevivido hasta mi regreso a casa. Sin embargo, yo no quería prolongar su dolor. Prolongaría entonces mi silencio. La muerte es, asimismo, una forma de silencio.

La respuesta en “the mad song of silence”

Intenté escribir, también, un poema sobre mi perra Luna cuando ella seguía viva. En mi ingenuidad, creí que la fuerza que había demostrado en sus años con vida, era infinita. Para mí, Luna era inmortal. Moriría mi madre, mi papá, mis hermanas y ella nos sobreviviera a todos. Un día antes de que la durmieran para evitar más sufrimiento –podría tener otra falla cardíaca cuando no hubiera nadie en casa; sus pulmones ya tenían agua dentro, es un misterio como seguía respirando– yo estaba corrigiendo los poemas de mi libro para el taller de poesía. En él, hay un poema titulado La niña de los silencios que originalmente debía de haber sido un poema sobre mí y mi perra. No logré ceñirlo.

Escoges el silencio:

el misterio de tu palabra brota si cierras los ojos.

Eres niña, vas a acostarte sin explicar tu enojo.

Cuando la acción es muda, duermes con la lengua quieta.

Honras tu voto mientras el resto sueña.

You lay down in an insomniac bed,

tuyo es el talento de cederle

las sábanas y sustantivos

to those who talk in their sleep.

Habrás de levantarte

con los dientes mordiendo

el dorado del océano

y flotarás sobre aguas de silencio.

Mientras leía el libro completo de poemas en clase, pensé todo el tiempo en Luna. En que no tenía palabras para la pérdida pero tenía la voz de mis poemas –con poca o mucha falta de pericia, depende desde dónde se les lea– y que ella escuchaba en algún otro lugar, quizá en un lugar donde no existen lugares, donde por fin estaba en paz y todo era belleza para ella. Flotaba sobre las aguas del silencio. La muerte, es en sí, una forma de silencio. ¿Y qué otra manera de honrar el silencio que con el silencio mismo?

Preguntarán años después

¿qué encontraste in the mad song of silence?

Una conversación solitaria,

un siseo audible

solamente en tu cerebro,

diálogo sin lenguaje,senderos desérticos,

voces rotas y bifurcadas

dentro de una radio mal sintonizada,

planetas oxigenados por otra voz,

la voz de una canción

that keeps pulling you

to the place where you never grow.

Uno puede responder a la pena con el silencio. Uno de los más célebres poetas y escritores británicos, David Whyte, escribe sobre el silencio y la pérdida que en el silencio, la esencia nos habla sobre la esencia misma y nos pide una especie de desarmamiento unilateral, nuestra propia naturaleza esencial que emerge lentamente mientras la periferia que intentaba defenderse se atomiza y cae. Mientras el borde se disuelve empezamos a unirnos a la conversación a través del portal del presente desconocido: “se revela una vulnerabilidad robusta, en la forma en la que oímos, una oreja distinta, un ojo más perceptivo, una imaginación que se niega a alcanzar una conclusión… pertenecen a una persona diferente a la que entró primeramente al silencio.” Esta vulnerabilidad robusta que describe Whyte es la que obliga a Doña Francisca a callar en El sí de las niñas. Sin embargo, el silencio también puede ser una respuesta. Un sí, una canción.

El significado y el significante van de la mano, en nuestros tiempos, por caminos separados. Lo que yo quiero decir no siempre simboliza una verdad sobre la palabra misma o sobre mí misma. Las palabras ya no nombran algo externo a ellas en el mundo de los hechos y la realidad. A veces las palabras nombran emociones desconocidas. A veces las palabras nombran lo que no tiene nombre y nace así un poema. Y, muchísimas otras veces, en momentos de agonía y de pérdida, las palabras ya no quieren nombrar nada. Si el silencio tiene un objetivo, lo he comprendido como una función dentro de la aflicción y el dolor.

Uno no puede articular para qué sirve o porqué ha venido la muerte. Pero uno puede articular al ser que ha muerto en ese silencio. Dentro de este ejercicio, terminamos articulándonos como personas. Como dijo David Whyte, se disuelve el borde de las palabras y entonces alcanzamos un desarmamiento de lo que somos, de la esclavitud de la palabra. Emergemos como seres diferentes a los que entraron, en un inicio, a ese silencio. Es de esta manera que la muerte nos cambia. Es de esta manera que la única forma de responder a la muerte es, a veces, con el silencio. Con honrar un voto de silencio en el que permanezcamos callados como guerreros, en el que terminemos flotando sobre un éxtasis silencioso con el que pudimos ponernos en contacto con el ser querido que ha partido. El silencio es una respuesta, tal vez la más adecuada, para despedir a un ser que nunca usó las mismas palabras que las mías. Un ser que no compartió mi lenguaje pero con el que sí compartí más de la mitad de mi vida.


Semblanza:

Estefanía Arista Palacios (Tijuana, 1995). Egresada de la licenciatura en Escritura Creativa y Literatura. Ganadora de la Beca Kyoto (2013) en el área de Arte y Filosofía. Fue becada desde el 2009 hasta el 2015 por el programa “Talentos Artísticos: Valores de Baja California”. Fue becaria, en dos ocasiones consecutivas, del Festival Cultural Interfaz ISSSTE-Cultura «Los Signos en Rotación» (2018). Ha sido seleccionada para formar parte de la decimoctava promoción de la Fundación Antonio Gala (curso 2019-2020). Escribe ensayo y poesía.