Ensayo «La impersonalidad de las ventanas» por Gustavo Estrada

Las ventanas, como muchas cosas de la vida, están ahí sin estar. Noté esto cuando después de años, me decidí a abrir la ventana del fondo de mi habitación. Fue ahí cuando me pregunté “¿acaso si una ventana no es abierta, ya no es una ventana?” La ventana, a diferencia de las puertas y las paredes, no se decide por su identidad. Las paredes tajantemente impiden; delimitan espacios y se dan aires de ser la parte más estoica de la casa. Por su parte, las puertas se regodean en su papel de umbral absoluto. Una puerta se abre y se cierra con elegancia, hasta dándose el lujo de tener cerradura, pues su función de dejar entrar y salir las ha hecho arrogantes.

Antes de ser abierta, la ventana se comporta de manera discreta; se alza ambigua sugiriendo lo que hay afuera. Algunos dicen que los ojos son la ventana del alma, pues en su función de mirar también se dejan ser vistos. Una casa sin ventanas es como una persona ciega. Las ventanas saben conectar universos mediante el acto de observar en su estado más puro. Cuando uno se pone de pie frente a una ventana, se enfrenta, muchas veces sin saber, a una decisión que determina nuestro espacio. El cristal se vuelve una extensión de la pupila y la ventana, en su indecisión, se apodera de lo que hay afuera, sin dejar de estar adentro, es en ese instante cuando hay que decidir hasta dónde llega la vista.

El aleph de Borges fue la ventana perfecta; todos los lugares de la tierra contenidos en un mismo punto. En cada ventana existe un trozo del aleph, un fragmento personal del infinito. Esto hace evidente lo más fantástico del cuento: una ventana en el sótano. La ubicación de una ventana es otro rasgo más de su impersonalidad. Un muro, donde quiera que esté, sigue siendo igual que el resto de los muros de la casa. 

No es lo mismo la ventana de la sala, la ventana del pasillo, la ventana de la habitación, la ventana en la primera planta o la de un rascacielos. La ventana de la sala, regularmente, se ve ofuscada por las cortinas; juega al escondite y la encontramos con la sorpresa de un rayo de luz o la presencia de la noche. La ventana del pasillo es un poco tímida, pero nos deja ser partícipes del vistazo; la mirada fugaz por el rabillo del ojo. Mientras más cerca esté una ventana del cielo, se vuelve más romántica; nos acerca a las nubes, tal vez a Dios y, al mismo tiempo, deja que se cuele el vértigo en forma de una falsa caída.

Mi ventana, mi aleph personal, está en el segundo piso. Antes de abrirla me di cuenta de que, aún cerrada, sigue siendo ventana, pero como todas las ventanas, sólo es un poco bipolar. La abrí con esfuerzo, pues había creado una resistencia producida por el olvido y el polvo acumulado, y naturalmente, me asomé. Qué curioso es el acto de asomar. Asomarse es dejarse llevar por la curiosidad; entenderse ambiguo y atrevido. Asomarse de más puede tornarse peligroso. Puede que los suicidas encuentren la perdición un desliz provocado por un asomo imprudente. Por otro lado, está el que no se atreve a asomarse; el quieto que se conforma lo que hay adentro y prefiere mirar el techo o las paredes. 

Una ventana abierta también puede ser cómplice. Los gatos y los amantes prefieren entrar por la ventana, quizás esto se deba a que se aburrieron de la simplicidad de las puertas. Entrar por la ventana es como guardar un secreto; alejarse de las miradas y actuar cuando nadie lo sabe. Salir por la ventana siempre es sinónimo de escape, ¿podría escapar por mi ventana mientras escribo este ensayo?, o, ¿acaso este ensayo es una extensión de mi ventana? Por más que ahondo en ello, no puedo entender ese espacio hueco en la pared, esa ausencia de espacio delimitada por un cristal que llamamos ventana.  

Tras horas de asomo y observación, llegué a la conclusión que las ventanas son impersonales, ambiguas y misteriosas. Alguna vez tuve una charla con un amigo sobre el amor, cuya conclusión fue una mesa llena de botellas vacías y mi interlocutor golpeando la mesa y diciendo vehementemente: “¿Sabes que se puede decir del amor? ¡Nada!” Si me planteara esa conversación de nuevo, pero alrededor de las ventanas, probablemente el resultado sería el mismo. Cabe la posibilidad de que me haga falta conocer a mi ventana, o tal vez Borges tenía razón y no hay palabras para explicar el aleph, aunque sea sólo un fragmento. Así que, querido lector o lectora, no me queda más que invitarle a conocer a su ventana, ya sea abierta o cerrada, tal vez usted pueda comprender su impersonalidad, sólo cuide no asomarse de más.


Semblanza:

Gustavo Estrada Egresado de la carrera en Lengua y Literatura Hispánicas de FES Acatlán. Es un cuentista y ensayista neófito centrado en la búsqueda de una narrativa cercana a lo fantástico en las vicisitudes de lo cotidiano. Ha colaborado en revista TabaqueríaPulso CCH Naucalpan, revista literaria Ibídem, revista De-Lirio y fue mención honorífica en el primer concurso Naucalpan Entre Cuentos.