Ensayo «Escribir la falta» por Josué Castillo

Con la nariz escurriendo me cuesta trabajo respirar. También siento en la parte baja de mi vientre, como apuntando hacia el piso, un dolor que es al mismo tiempo un peso que cargo sobre la hebilla del cinturón. Esa pesadez contrasta con las tallas que he perdido y los kilos que he bajado en los últimos meses. Llevo días sin cagar como se debe: todo esfuerzo es inútil e inevitablemente queda zanjado por la desesperación y la incomodidad. Tomé por la mañana de hoy, igual que por la de ayer, un par de esos laxantes que venden en tiendas naturistas; lo único que he conseguido es una expectativa de alivio que no se realiza. Sigo tomándolos porque la promesa de mejoría alcanza para calmarme un rato. Fe, que le llaman. Buscando un respiro de estos momentos entre la impotencia y la liberación, al menos parcial, de mis intestinos me desabotoné el pantalón y aflojé mi cinturón sin grandes resultados: el dolor se mitiga un poco aunque la sensación de andar por la vida con un peso muerto bajo el ombligo no se va ni tantito.

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Hace algunos años leí en la biografía que Burgess escribió sobre Hemingway que Papa escribía de pie: colocaba su Underwood portátil sobre un mueble que la mantenía a la altura del pecho, junto acomodaba una caja llena de hojas y empezaba a desangrarse sobre las teclas, como en estado de trance. Las razones que daba para escribir de esta manera eran varias pero se reducen a tres: evitar distracciones, mantenerse en foco y tener el cuerpo en actividad. De esta costumbre de Hemingway hay registro fotográfico, pero el material que mejor retrata esta práctica y la imagen que el escritor vendió toda su vida de sí mismo es esa escena en Hemingway & Gellhorn, una película de Javier Navarrete, donde Nicole Kidman, interpretando a Martha Gellhorn, se acerca a hurtadillas a la habitación de Hemingway, encarnado por Clive Owen: allí se ve al escritor convertido en una fuerza de la naturaleza avanzando sin desviarse de su propósito, parando solamente cuando un ataque con morteros rompe con la delicada calma que se vivía en el hotel Florida de Madrid durante la Guerra Civil española. Otro que gustaba de escribir en movimiento era Nietzsche que, más radical, afirmaba que la vida sedentaria era un atentado contra el espíritu y que ninguna idea que no implicara al cuerpo entero valía la pena. Yendo todavía más lejos que Hemingway en uno de sus últimos textos, impresionante por ser un punto de encuentro entre la razón más fría y afilada y el delirio más intenso, llegó a proponer una estricta y detallada dietética que buscaba el máximo de salud y las cumbres más altas de la lucidez.

Siguiendo estas ideas y adaptándolas al poco margen de movimiento que tengo ahora mismo (no puedo, por ejemplo, alejarme mucho de donde vivo y trabajo porque es necesario que alguien esté aquí las veinticuatro horas del día para recibir a algún huésped perdido y necesitado de cama y cobija), es que establecí mi método de trabajo: cada noche, a partir de esa hora en que es improbable que el teléfono timbre, me armo con café y cigarros, saco mi máquina de escribir (una computadora vieja que puede realizar sólo una tarea a la vez) y la pongo sobre un desnivel que hay entre el primer dormitorio y un pasillo que, justo, queda apenas un poco debajo de mi pecho, junto improviso un pequeño cenicero con lo que tenga a la mano (generalmente una botella o bote de bebida energética) y al ritmo del viento, presente sin falta en las noches guanajuatenses, escribo y edito. O al menos lo intento.

Lo hago descalzo. No me gusta sentir la humedad viajando de mis talones a las rodillas ni el frío clavándose en mi pecho, pero sólo así me aseguro de no ceder al cansancio y el sueño. Y porque este movimiento de un lado a otro para intentar controlar mi temperarura es el único que puedo permitirme si quiero escribir y editar, o intentar escribir y editar, a la vez que soy responsable con mi trabajo de cuidador de un hostal.

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En Guanajuato las ráfagas de viento golpean frías y violentas como un navajazo atravesando el silencio. Me tiemblan las manos; después de un par de intentos, logro prender otro cigarrillo. Quiero pensar que fumar me ayuda a concentrarme y hacer digestión porque necesito del engaño para evadir la culpa del adicto. El frío hace que me duelan las articulaciones de las manos y las rótulas. Es cierto, como dijo un amigo hace unos días en una llamada telefónica, que parece que sufro por gusto, porque bien podría estar dentro de esa habitación que me han prestado para sobrevivir y ahorrarme los dolores que implican estar a la intemperie, pero es cierto también que ese espacio que habito, donde duermo, despierto, como y, en un mundo ideal, cago, no es mío del todo: otros pasan por allí durante el día y no tienen necesidad de oler esta peste a fracaso. Hay otras dos razones relacionadas, más que con cualquier otra cosa, con la fe: tengo fe en que estar de pie y en movimiento ayuda a combatir mi estreñimiento, tengo fe también en que así no sólo alejo al sueño sino que, también, ayudo al fluir de mis ideas.

Ninguna de las dos cosas ha pasado.

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No puedo permitirme soltar amarras y dedicarme en tiempo completo a la contemplación de la vida, natural o urbana, como un flâneur o un wanderer hipersensible que le toma el pulso a su tiempo. Vaya, pues, que no me es posible entregarme a “la vida del espíritu”, esa romantización del ocio burgués y pequeñoburgués vedado a los que, por ejemplo, no tenemos segura la comida de mañana. Por esto siempre he creído en la escritura como en una conquista sobre el cuerpo, posible solamente mediante la disciplina, arrebatando cada minuto que se pueda a las horas de sueño, comida y trabajo, resistiendo a las fuerzas de un mundo que por cada medio disponible, que no son pocos comparados con los que tengo a la mano, reduce con más o menos eficacia mi carne a mera fuerza de trabajo.

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Una cosa es la que planeamos, otra la que sucede. Llevo cuatro horas, al menos, aquí afuera. Cuatro que se suman a las muchas que he dedicado desde que inició octubre a un texto disparado por una cita de Pitol grabada con cincel sobre mi memoria, el poema que escribió Mayakovski días antes de perforarse el pecho con la bala de un revólver y la nostalgia por la tierra natal. Porque hay lugares que como las obsesiones no nos abandonan nunca.

Escribí:

Son las cuatro con quince de la mañana y como ayer no he podido dormir. Tampoco antier pude. Tiemblan mis manos, tamborileo un lápiz sobre el escritorio y pienso en todo lo que no puedo, pude o haré porque estoy de nuevo aquí, en esta ciudad a la que me lanza siempre el fracaso y que no es Moscú aquel catorce de abril de mil novecientos treinta, pero podría serlo.

Escribí también:

De todos, el domingo es el día más cruel. Llega y pasa como serpenteando en el lodo; con él aparece también un clima apático y artificialmente neutro con su silencio asfixiante. El domingo llega y con él la decepción y la desesperación asoman sus rostros. Podría buscar una explicación en muchos lados, incluso podría sacarme de la mano una que sea profunda y hasta metafísica, pensar en un dios inmisericorde oprimiéndome con sus pulgar para su diversión o en una divinidad menor que dependa para vivir de la miseria de los que los domingos por las tardes vemos la vida pasar ajena a nosotros desde una ventana. Pero no soy lo bastante ingenuo ni lo suficientemente egocéntrico para verme en el centro del universo o a nuestra especie; prefiero tomarme el tiempo de hacer una pausa, aunque sea minúscula (las únicas que, en realidad, son posibles), en este proceso de valer verga y apuntar con más o menos precisión a algo que suene un poco coherente: lo que hace al domingo terrible es que tanta calma nos hace ver que las aguas que creímos profundas sólo estaban agitadas y son, siempre han sido, apenas chapoteaderos.

Mi experiencia del tiempo y el espacio está siempre en relación con aquella ciudad, porque hay lugares que no podemos abandonar.

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El cursor parpadea constante entre el último caracter y el espacio en blanco que le sigue, como un suicida que se arredra ante el abismo. Y yo lo miro dudar como yo dudo: pienso en la capacidad expresiva, primero, de cada palabra, la cambio de lugar y entre sujeto y verbo, entre complementos y adjetivos, clavo comas que en un cuarto de hora o dos van a cambiar de lugar. Pienso en posibilidades: ¿qué puede seguir después de tal línea, sirve tal o cual cambio en la construcción sintáctica para cumplir con los caprichos de mi intención?

Pienso en posibilidades siempre porque es para lo que sirvo: vagabundear hasta encontrar el monte desde donde pueda mirar una Tierra Prometida que no voy a pisar.

¿Cómo se abandona la incertidumbre previa al salto?

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Otra vez son las cuatro. Una corriente de viento se llevó lo que quedaba de mi cajetilla de Delicados y el café se acabó hace más de una hora; apenas y puedo teclear. Intento. Intento y busco consuelo. Abro mi diario y empiezo a anotar: escribo que intento y que intentar es mi consuelo. Escribo que para mí la escritura es un imposible, una aspiración presente todo el tiempo pero que tan pronto alcanzo a acariciar su superficie con el tacto, se desvanece. Escribo que intento y procurando consuelo escribo también que mi trabajo literario está condenado al fracaso como toda obra, porque su destino es ser siempre inacabada.

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El consuelo del falso suicida cada noche es pensar el suicidio: construye escenarios elaborados que le permitan armarse de valor, extiende sobre la mesa sus cartas y piensa en cada combinación posible, en todas las manos que podría armar en tal y tal situación. Juguetea con posibilidades: ¿hacerlo con esto o aquello, aquí o allá, dejando o no una nota de despedida? Imagina qué podría escribir para justificar la decisión que no va a tomar. El consuelo del falso escritor es escribir que escribe y su trabajo, como la vida sexual del impotente, gira alrededor de la falta.

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Abandonar el punto que elegí para escribir y buscar darle la vuelta a la ansiedad de la falta es la única derrota que no pienso permitirme. Seguiré aquí hasta el amanecer aun sabiendo que no llegaré a ningún lado. Conquistar en la carne lo que se perdió en espíritu es imposible, pero dejar de intentarlo es renunciar a las mentiras que me digo cada mañana para seguir vivo.

Me duele un poco más el estómago.

 

Guanajuato. 25 de octubre