I Juana Hinojosa. Cincuenta y siete años. Comadre de Odilia. Comerciante. Esposa y madre devota.
Me acuerdo, a Odilia le dio sentimiento que Carmelo muriera salvándolos a ella y al chamaco. Decidió enterrarlo en un ataúd de roble carísimo. Yo creo que fue su modo de perdonarlo.
Él le había dado un hijo a cada una de las hermanas de Odilia. Ellas terminaron casándose con otros hombres de Cacuzo, Grullas, Indalecio y otros pueblos de alrededor, y nunca regresaron. Como sus oíslos no las iban a querer todas ultrajadas y enmilagradas, antes de irse, una a una le fueron dejando sus respectivos niños a Odilia.
Muchos dicen que ésa era la razón de sus desavenencias, pero aquí entre nos, en realidad por lo que Odilia odiaba a Carmelo era por la razón de que él se había comprometido con ella cuando los tiempos en los que era el único licenciado en todo el municipio, antes de que perdiera sus terrenos, pero, pues, no acabó por consumárseles el negocio. Su noviazgo era cosa de no saberse, así de tímida y miedosa era ella. No todos saben esto. Yo sí porque en aquellos tiempos éramos muy amigas y me hacía esa clase de confesiones.
Estuve presente el día en que fue asesinado Carmelo. Mi tienda está en la mera esquina de la calle donde aconteció el alboroto, a no más de quince metros. Yo vi a los dos fulanos cuando se bajaron de la camioneta y le arrebataron a Tomasín a punta de pistola. Odilia gritó como histérica. Nadie sabíamos qué hacer, porque quiérase que no, una pistola de por medio sí intimida. Los hombres estaban todos emborrachándose y no sabíamos nosotras, como mujeres, qué hacer. En eso llegó Carmelo trastabillando, y atacó con una botella rota al que tenía al niño. Se la clavó como a la altura de la garganta y lo desangró como una res. El de la pistola se quedó sin saber qué hacer al principio, cuando supo reaccionar le soltó tres tiros en la espalda. Carmelo venía ya todo ensangrentado de una pelea que había tenido antes, estaba borracho como siempre, aun así resistió los balazos e inclusive tuvo fuerzas para abalanzarse sobre el tipejo ése. Le quitó la pistola y terminó matándolo a palazos. A los tres les brotaban unos charcos burbujeantes de sangre que hacían unos ruidos espantosos. Odilia quedó desmayada, Carmelo y los fulanos, muertos, el niño, llorando.
Los gendarmes estaban festejando a nuestro San Monón, por lo que no pudimos hallarlos tan prontamente. Mi tía se llevó al niño a la casa de Odilia, donde estaban los otros escuincles encerrados, y se quedó a cuidarlos en lo que espabilábamos a la desmayada.
Como la ley estaba enfiestándose, entre las que habíamos visto el teatro ése, decidimos esconder la camioneta y venderla en partes para darle el dinero a Odilia y pudiera mantener a los niños, pues sabíamos de las muchas penurias por las que atravesaba desde que sus pirujas hermanas se fueron y la dejaron llena de obligaciones.
Al día siguiente la autoridad descubrió que los tipos aquellos eran de los robachicos que usaban a las criaturas para venderlas en pedazos allá en los Esteits. Una cosa feísima. A la hora de los interrogatorios a todas nos constaba que habían llegado en burro.
II Conrado Cruz. Sesenta años. Amigo de Carmelo. Recientemente deportado. Fue inmigrante ilegal en los E.U.A., donde trabajó como transportista durante más de una década.
En el pueblo lo querían con todo y que tenía sus piques con unos que otros de aquí y de allá. Con decirle que todos dejaron el jolgorio en el que andaban para ir a llorarle el día de su muerte.
Mi compadre Carmelo Miravalle era un don chingón que las podía de todas todas, igualito como su señor padre. No sólo cuando era rico, sino también cuando pobre. De rico y licenciado cualquier pendejo las puede, pero él era tan chiles que cuando lo perdió todo y se quedó sin trabajo ni dinero, seguía teniendo así de viejas, sacaba para el chupe, y todos se la pelaban.
A veces apostábamos para ver quién se atrevía a hacer esto o lo otro –¡Cada cosa que se nos ocurría!– y él siempre fue el único que se atrevió a hacer de todo para conseguir lo que se apostaba.
III Familia Chávez Chávez. El primer Chávez es de la alcurnia de don Prudencio Chávez, coronel carrancista y segundo terrateniente del pueblo después de la revolución. El segundo Chávez, de procedencia desconocida.
Nosotros le dábamos de comer a Carmelo. No muy de siempre, sino cada que podíamos. Le dábamos su buen taco después de que nos barría la banqueta. Es un decir eso de que nos barría la banqueta, porque siempre llegaba tan atarantado de pulque o aguardiente que terminaba quitando más suciedad del piso cuando trapeaba con sus ropas cada vez que se caía y gateaba para levantarse, que con la escoba. Era agradecido, siempre que terminaba su plato se despedía haciendo una reverencia y tocándose ese sombrero de paja que no dejó de usar ni cuando lo enterraron. De verdad que nos causaba tristeza ver así al pobre de Carmelo, con lo guapo y bien hablado que era antes de que le pasaran esos sucesos tan feos que lo dejaron todo chamagoso, borracho y mudo.
Estábamos caminando cerca del kiosco el día que lo vimos apedreado, poco antes de que lo mataran. Le gritamos para saber qué le había pasado, pero no volteaba a vernos. Juan Efluvio hijo, que venía detrasito de él, nos dijo que le habían aventado de todo afuera de la escuela y por eso venía así de ensangrentado. No supo decirnos por qué le habían hecho eso al desgraciado. Se nos hizo extrañísimo, pues Carmelo siempre pasaba por la escuela a la hora de la salida para ayudarle a levantar sus changarros a las señoras que vendían fritangas afuera, y por tanto lo ubicaban y querían bien. Algo habría hecho, dijimos. Le dimos quince pesos al Juan para que lo mantuviera vigilado y no lo dejara meterse a las pulquerías, pues se veía a leguas que andaba así de borracho. No lo iba a perder de vista, nos respondió. Pocas horas de ahí, nosotros ya en casa, el mismo Juan, llorando, nos contó que habían matado a Carmelo a balazos. Cómo lo iban a matar de esa forma. Quién. Que no sabía, que él lo había descuidado nomás tantito para pedirle algo a don Pepe, y que cuando se asomó, Carmelo ya no estaba. Le pedimos los pesos que le habíamos dado. Ya se los había gastado en pulque.
El día siguiente doña Odilia contó lo que había pasado. Todos en la casa nos pusimos a llorar. Nos dio gusto que ella y su sobrinito siguieran con bien, pero nos puso tristes que mataran a Carmelo y que tuviera que pasar aquello para que doña Odilia lo perdonara. Y tan lo perdonó que le compró el mejor ataúd para que lo enterraran con elegancia y la cosa. Eso sí nos dio gusto. Al velorio asistió la mitad del pueblo. No miento, la de querido que era. Nosotros pusimos el ponche que se sirvió esa noche, no sólo porque apreciábamos a Carmelo, sino porque nos había sobrado muchísimo de las celebraciones que habían sido por esas fechas.
IV Crisóstomo Hernández a Héctor Boñiga. Agricultores locales.
Acuérdate de cuando viste a Carmelo Miravalle haciendo caca. Fue el mero día que se murió. Ese día era el tercero de la fiesta patronal. Digo, ya sabes que la fiesta fiesta es el mero veinte, pero se extendía a veces hasta una semana con eso de que la comilona y el chupe nunca dejaban de sobrar. Tanto así que había veces en las que para el veintiocho seguía habiendo de todo, pero ya echándose a perder. Ahí es cuando se acababa la pachanga, cuando todo empezaba a mosquearse.
Ese día andabas medio mareado de tanto alcohol. Yo la verdad que no, porque aunque sí tome los días anteriores, no fue tanto por la circunstancia de que andaba mal del hígado. Salimos de la casa de tu prima Marina y nos fuimos rumbo a la iglesia con la intención de comprar cohetes para los niños. ¿Te acuerdas que era la hora en la que iban saliendo de la escuela? Pues sí, querías darles un detalle, una sorpresa para que siguieran jugando a prender los cohetes y a metérselos a los perros en la boca.
Me dijiste que nos viéramos en la salida de la escuela. Fui a ver al padre para hablarle de lo de mi boda, mientras tú ibas a lo de los cohetes. Ya que te habías despachado fuiste camino a la escuela. Llegaste un poco antes que yo. Carmelo pasó a tu lado y lo saludaste, pero él iba tan borracho que no te reconoció. Se puso mero en frente de la puerta, mientras los niños salían y los papás los recogían. Lo viste poner en el suelo la cubeta que cargaba bajo el brazo, bajarse el pantalón y ponerse de cuclillas a hacer sus necesidades. ¿No es cierto? Ya despuesito me comentaste que nunca se te había ocurrido que la abertura de las nalgas se pusiera tan grande y se saliera así de mucho a la hora de sacar la caca, que también me dijiste que era como una culebra gorda, porque dices que era de buen tamaño, verde y café, humeaba si se la veía a contraluz, como la viste, y parecía que se movía por sí sola. Viste que se levantó los pantalones y se fue así como si nada. Llegaste a mitad de camino muy asustado para desviarme a donde don Pepe, que en paz descanse, y ya ni fuimos por los niños. Como todavía él tenía harto pulque, seguía celebrando con su familia y los Ramírez y los Santillán, y te invitaron, y a mí también porque iba contigo. Los García también estaban, no los de Mauricio, sino los que llegaron cuando dicen tus tíos que fue lo de la matanza grande en la sierra. De manera que nos quedamos con ellos y nos contaste lo de que habías visto a Carmelo haciendo caca enfrente de la puerta de la escuela a la hora de la salida. Nadie te creyó. Mandaron a traer a los niños de las familias que iban a esa escuela y ninguno había visto nada. Cuando al día siguiente volvimos a la casa crudos, porque cuando fuimos esa vez con don Pepe sí me puse borracho a pesar de mi padecimiento del hígado, les preguntaste a los niños que si habían visto lo de Carmelo, respondieron que tampoco. Hasta te tacharon de drogadicto –a mí me consta que serás lo muy borracho que eres, pero aquello nomás no. Acuérdate que nadie te dio la razón de lo que habías visto. Yo sí te creí, aunque también siempre creí que Carmelo no era mala gente. Que hacía sus fechorías, como todos, eso sí, pero mala gente, no. Más tarde llegaron los niños con la noticia de que alguien lo había matado a causa del incidente de Doña Odilia.