Ensayo «Cuando los muertos narran (sobre Texas, I love you, de René Morales)» por Matheus Kar

En el oeste de Texas, en junio de 1980, un cazador de antílopes, Llewelyn Moss, se encuentra, en plena cacería, una maleta llena de dólares. A su alrededor hay camionetas (picóps o trocas, como las llaman) con impactos de bala en los costados, pitbulls muertos diseminados por el desierto y mexicanos, también muertos, dispersos por todo el paisaje. Dentro de uno de los picóps, un mexicano moribundo pide auxilio. Pese al peligro, Llewelyn acude al llamado. Moribundo, el hombre del interior le pide ayuda, le pide que le dé agua. Llewelyn, sin saber qué hacer, porque bien podría tratarse de una trampa, le dice que no tiene. Cierra la puerta de la picóp y huye con la maleta llena de dinero.

La escena pertenece a un negocio entre narcotraficantes que al parecer ha salido mal. Salió mal por culpa de la ambición, la ambición del dinero. Llewelyn tiene dos opciones: 1) tomar el dinero y vivir con el peligro de que un día lo encuentren y lo maten. 2) o dejar el dinero y seguir como si nada nunca hubiera pasado. Llewelyn elige la primera. Llega a su casa con los dos millones de dólares en la maleta y se acuesta a dormir con su esposa. No logra concentrarse, da varias vueltas en la cama, piensa en el mexicano moribundo dentro de la picóp, en el desierto, rodeado por coyotes, por la sed, por la muerte. Al poco tiempo se levanta, llena varios galones con agua, carga su escopeta y conduce, a mitad de la noche, hasta la ubicación donde encontró la maleta con dinero.

Al llegar, no encuentra al mexicano moribundo con vida. Está muerto, alguien le ha dado varios tiros. Poco antes de que decida regresarse, Llewelyn observa un par de picóps que se dirigen hacia él. Lo sabe, han venido por el dinero, y harán lo que sea por recuperarlo, incluso si tienen que arrancarlo de las manos muertas de Llewelyn.

Así comienza No es país para viejos, película de los hermanos Coen, basada en la novela homologa de Cormac McCarty. Uno se pregunta por qué Llewelyn regresa al desierto, por qué regresa a auxiliar al mexicano moribundo cuando sabe que la muerte podría estarlo esperando entre esas picóps. ¿Acaso un narcotraficante merece piedad? ¿Acaso un delincuente que se enfrenta a la muerte deja de ser humano? ¿Y qué tiene que ver la maleta llena dinero con todo esto, pues todo parece indicar que el dinero es símbolo de sobrevivencia, desarrollo y progreso y sin embargo casi siempre conduce a la muerte?

Estas mismas preguntas se me ocurren al leer Texas, I love you de René Morales Hernández, quien hoy nos acompaña, desde Chiapas. El poemario, dividido en cinco partes, registra en clave poética a los latinoamericanos que fueron sentenciados a la pena de muerte en el estado de Texas. Al leerlo, uno puede percatarse de tres elementos. Como todo poemario, hay poemas, pero, al igual que Cristo en la cruz, a cada poema lo acompañan dos notas aclaratorias. La primera describe las condiciones en las que el acusado fue capturado y el presunto crimen que cometió. La segunda especifica las palabras finales del condenado a muerte. En algunos casos, casi la mitad de estos, el condenado ha preferido quedarse callado. Morales, al igual que Llewelyn, regresa a ojear a estos condenados, a estos reclusos del olvido y el anonimato.

Como dice Nervinsón Machado en las palabras que presentan al texto: «Que el tema central sean las ejecuciones de latinoamericanos en el estado de Texas, no deja de ser un ejercicio crítico que persiste en exponer un panorama desconsolador y la práctica criminal que se extiende hasta llegar a las fibras nerviosas del filoarmamentismo en el estado sureño. Queda la duda, en una sociedad como la estadounidense, adepta a la pena capital, de qué lado de la jeringa está el asesino».

El lenguaje, como artefacto ficticio, arbitrario e incompleto, viene a dar testimonio de otros testimonios. Y en esta aproximación siempre queda algo sin decir, un resto indivisible a lo que el lenguaje no tiene acceso. Pocos son los hombres que logran acceder a esta región de múltiples impunidades. El lenguaje entra en cualquier temática con toda impunidad: ve todo lo que hay pero nadie lo ve a él. Esta falta de ser es la que mueve (sospecho) a Texas, I love you. No es ninguna casualidad que en la primera parte los dos asesinatos hayan sido contra autoridades gringas: un capitán de la fuerza aérea y un oficial. La relación entre el país y la autoridad es metonímica. Al dispararle a una autoridad se le está disparando al Estado que representa. En este caso el gringo. Quizá por eso Jesse de la Rosa, el primer condenado del poemario, dice a través de René lo siguiente: «Pero yo ya me cansé/ y le voy a hacer una pequeña cicatriz en el alma a esta patria». Y el segundo, Henry Porter, señala: «Estas líneas no tienen moral». ¿Cuál es el arma que utiliza este condenado para herir al alma de esa patria? Pues no es otra que el lenguaje. Atravesar el imaginario del condenado con el lenguaje mismo podría ser lo más aventurado que hay; no la guerra, no la lucha, no los puños levantados, sino el lenguaje.

En la nota a pie de página de este primer poema se puede leer: «No se conserva el registro de lo último que dijo el reo debido a que fue dicho en español, por lo tanto, el Departamento de Justicia Criminal de Texas se priva de la posibilidad de dejar documentado para evitar problemas de traducción». Nuevamente, nos enfrentamos ante ese resto indivisible, algo ha quedado sin decir. O más bien, algo no se ha podido escuchar: encontramos la presencia de una ausencia. Y respecto al sintagma «evitar problemas de traducción», ¿para quién son los problemas?, ¿para el departamento de justicia o para el condenado a la pena de muerte?, ¿le afecta al condenado a muerte que sus palabras sean malinterpretadas o bieninterpretadas?, ¿qué es un problema de traducción? Entonces, llego a un mínimo desenlace: no desean escucharnos, es un problema escuchar, pues algo podría ser entendido y llegar a formar parte del Imaginario, la primera frontera a romper de cualquier símbolo.

Este racismo (porque eso es) es otra estrategia para mantener al latino del otro lado del muro. Pues el sujeto está allí, en Texas, hablando, pero con problemas de traducción, y todo lo que este sujeto haga desde su mexicanidad o latinoamericanidad no es documentado para «evitar problemas de traducción». Quisiera que se me permitiera entonces hacer un juego de palabras con el término «in-documentado». En el imaginario gringo un latino es, entonces, algo que no se debe documentar, pues hacerlo sería atravesar el Imaginario, lo que daría pie a simbolizar lo latino. Casi siempre se escribe del migrante antes de la frontera o en la frontera, pero no de lo que sucede después de ella. La mayoría de los relatos sobre inmigrantes acaban allí cuando estos alcanzan «el sueño americano», como si con ello, por implicatura, el receptor entendiera que se ha alcanzado «la felicidad». Cruzó la frontera y vivió feliz para siempre.   

René Morales prefiere abrir una pequeña hendidura en el imaginario antes que aceptar esta sentencia. En el poema titulado Roberto Cantú escribe:

Ni los dioses ni nosotros

Seremos los mismos

al terminar el día

Yo por ejemplo seré devorado por dentro

Y pasaré a formar parte de esos fantasmas

Que veía la abuela enferma en el patio de mi hogar

Pasaré a ser ese sonido de una puerta cerrándose por dentro

Un poco de polvo arrastrado por el viento

Una sombra acariciando eternamente el tapiz de la sala

Un joven envenenado por el cloruro de potasio

Y a pesar de todo eso

La idea me encanta

Tres versos me llaman poderosamente la atención. El primero: «pasaré a ser ese sonido de una puerta cerrándose por dentro». Y el segundo y  tercero: «y a pesar de todo eso/ la idea me encanta». ¿Por qué una puerta cerrándose por dentro y no por fuera? ¿Será porque una vez muertos el lenguaje ya no puede interrumpir el curso de nuestra consciencia e inconsciencia? ¿Será porque una vez muertos el lenguaje ya no puede seguir colonizándonos? ¿Y por qué razón le encanta la idea al condenado?

Quizá la nota pueda ayudarnos: «El reo se negó a hacer algún tipo de declaración antes de recibir la inyección letal». En la vida real, la de nosotros los comunes, todos desean hablar, pero tienen miedo a hacerlo. Se teme a hablar (a decir lo que se piensa) por miedo a ser condenado. Los personajes de René, al contrario, ahora que están condenados, y prácticamente ya están muertos, no desean hablar. Ahora que pueden hablar, cuando decir algo es un derecho, ya no quieren hablar. Porque en la muerte ya nada es simbolizable, los saberes se pierden y el lenguaje se diluye en síntomas. Hablar, entonces, en la vida de los vivos, significa coquetear con la muerte, retarla. Hablar cuando se está condenado pierde sentido, gracia, como suele decirse.

El código letrado ya no es garantía de nada. Se teme escuchar al otro para prevenir «problemas de traducción». O como diría Davis Losada: «Te lo repito solo existe el presente/ nada queda de lo que fuiste hace minutos».

De alguna forma, los condenados a muerte de René están suspendidos en el libro; siempre están diciendo sus últimas palabras. En pocas palabras, estos muertos están vivos. Así se lee en el poema titulado Irineo Montaña:

A veces te pones a llorar frente a la pared como un enfermo

Te entretienes durante horas viendo la escalera blanca del pasillo

Para que al final escribas cartas para viejos familiares

Donde se usa mucho la palabra muerte

A veces piensas en las aves recién nacidas

En granjas heladas en Noruega

En tu prima que trabaja haciendo cajas de cartón

En una fábrica dirigida por coreanos

Recuerdas la cara de tu amigo Gustavo

Cuando te dijo que tenía cáncer

Piensas en la marca de velas que usarán para tu velorio

De verdad no puedo decir nada más

Qué putas le voy a decir yo acerca de la muerte

Acerca del futuro de los que estamos condenados

Qué mierda hace usted leyendo este poema

Además del lenguaje, como guillotina y salvación, René también conversa a través de sus condenados con otros escritores. Al leer Texas, I love you no puedo evitar sentir la brisa del Spoon River Anthology, la colección de epitafios o poemas que narran la vida de los residentes muertos de Spoon River, una ciudad ficticia a cargo de Edgar Lee Masters, poeta estadounidense. El centro de estos poemas es la desmitificación de la puritana vida campesina. Alfredo Trejos, poeta costarricense, le dedicó un poema a dicha antología, que dice más o menos esto: Lee masters/ primero imaginó/ un pequeño pueblo/ y luego su cementerio./ Primero a sus vivos/ y luego a sus muertos./De haberlo hecho/ al revés,/ nadie nunca habría querido/ pasar por Spoon River». Parafraseando a Trejos, se podría decir de René: René Morales primero leyó el expediente de unos condenados y luego escribió sobre ellos. Primero a los muertos y luego a los vivos. De haberlo hecho al revés, nunca habría querido conocerlos. Pues se trata de presuntos asesinos, asaltantes y violadores. Y sin embargo, nos conmueven.

De igual manera, René Morales platica y discute con Roberto Bolaño y Eduardo Halfon, el primero chileno y el segundo guatemalteco. El recurso de la enumeración se ofrece tanto en Texas, I love you de Morales como en 2666 de Bolaño y Duelo de Halfon. En la parte de los crímenes podemos notar cómo el chileno, con ritmo de prontuario policial y lenguaje policiaco, nos describe uno por uno los feminicidios cometidos en Santa Teresa, que en la vida real no son otra cosa que las famosas muertas de Juárez. En Duelo, Halfon enumera y hace énfasis en el ahogamiento de varios niños en el lago de Amatitlán. Tanto en la primera como en la segunda, los muertos tienen nombre, un rostro: son visibilizados. La diferencia con el poemario de René es que en este último los nombrados son reales, existieron y siguen existiendo cada vez que se les lee. Leerlos es querer traducirlos con el peligro de que existan «problemas de traducción», y pueden llegar a ser tantos los problemas que un día de estos vamos a escuchar algo que no sabíamos, que nos incomoda, algo que tentativamente puede llegar a ser documentado.

*Este texto fue leído en la presentación de Texas, I love you, en el marco del Primer Congreso Centroamericano de Literatura, 2019, en la Universidad de San Carlos de Guatemala*


Semblanza:

Matheus Kar (1994). Nació en la «Sección de drama» de la Biblioteca Nacional de Guatemala. Fundador y miembro único del colectivo Bartleby. Creador de La Poeteca: taller de escritura para sensibilidades creativas. Lo destacan el Certamen Nacional de Narrativa y Poesía «Canto de Golondrinas» (2015), el Premio Luis Cardoza y Aragón de Antigua Guatemala (2016) y el Premio Nacional de Poesía «Luz Méndez de la Vega» (2017). Ha publicado Asubhã (Premio Manuel José Arce; Editorial Universitaria, 2016) y Alturas de Wall Street (Premio Ipso Facto; Editorial Equizzero, 2018; Tujaal Ediciones, 2019). Ha participado en festivales literarios en México, Costa Rica, El Salvador y Bolivia. Su trabajo se dispersa en antologías, revistas, fanzines, zines y blogs de toda Mesoamérica. Sostiene, además, estimulantes columnas de opinión en diversos medios.