Me hallaba en el tráfico, con el radio atrofiado, bajo una de estas lluvias extrañas que nacen por el cambio climático. Cada gota sobre la lámina del coche resonaba como una ametralladora dentro de mi cráneo ahogando cada impulso, cada intento de gestación creativa.
A mi mente vino la frase de Camus que dice que “el absurdo se acaba en el suicidio”. Los demás coches habían dejado de pitar y todo quedó bajo el seco suicidio de las gotas de lluvia. De pronto, el cielo nocturno se vio desgarrado por un rayo que se inventó un día efímero, que le prendió fuego a una tierra árida y pronto se difuminó en un aullido beat.
La vida y muerte de la luz nocturna me recordó cómo la existencia, en su finita sucesión de presentes, se construye con base a contradicciones. La vida es un mero acto de contradicción. Acto que se ve fundamentado en una inconformidad intelectual, sentimiento que se ve grabado a gritos sobre las páginas de las grandes obras.
No sé si atribuirles mi vida a los libros, pero todo lo que haga en este insufrible periplo terrenal será por la cascada verbal que llegó a mí a través de la muerte, de las injusticias y de las épocas. Leer no es solo un viaje imaginativo y tampoco una construcción cerebral. La lectura es el fin de la obediencia, de la monotonía, de la cobardía y el nacer de una explosión que hilvana, con su fuego, a los hombres bajo un manto de empatía.
En los libros no se encuentran paraísos. La lectura desnuda la cruda y lívida realidad humana o muestra el ensueño, la des-realidad que busca, poco a poco, proyectar en su lector una construcción de algo distinto.
El lector se vuelve desobediente, la vida ya no amerita un suicidio vacío, más bien, merece una reconstrucción. Los libros nacen en las pupilas y sobre los poros de los escritores que trascienden por la construcción estética de su tiempo: por la inmortalización de sus calles, de su miseria, de su gente, de su universo. También por la casi irónica metáfora que contradice a la vida.
Un escritor perdurará, como un océano indomable, por su rebeldía.
Los libros pararán de escribirse cuando los humanos ya no existan, cuando estos dejen de inventarse ciudades irregulares y paisajes inconformes, los libros dejarán de existir cuando el instinto bestial que busca la vida se dé por vencido.
La lectura se debe llevar a un ritmo casi erótico, como cuando Nuno Júdice peló un higo. Se lee destruyendo las palabras, reordenándolas. La relación escritor-texto-lector solo estará completa cuando el lector se rebele, destruya las ideas del escritor y las amalgame caóticamente en su cerebro con el flujo de su corazón, con los horrores de su época. Un escritor es una pesadilla para el tiempo: lo fotografía desnudo y grotesco para luego asesinarlo.
El tiempo se rompe en las palabras, las épocas se mezclan y el hombre se atisba por primera vez a sí mismo; se da cuenta de su desastre, de su exceso y de su ceguera. La invención de la palabra fue fruto de la naturaleza perseverante y esa perseverancia nació de la frustración del hombre, de lo que llegó a odiar.
Nuestros gritos y nuestra poesía no tienen un origen cerebral, su origen está en un desgarro de las vísceras, en un derramamiento de bilis. Cuando el hombre se sentó a escribir inventó el eco del dolor de las épocas, un aullido de animal herido escupido por el tiempo. En las palabras dichas o escritas está tatuada la locura, el amor y los pasos de la autodestrucción.
La lectura, los libros, sus escritores y sus ideas sometidas a juicio día a día son el alimento del criterio. Las ideas están para ser contradichas y violentadas. La rebeldía nace cuando todo se cuestiona y cuando las preguntas tienden al infinito; y así nace un motor, un trueno despampanante que enciende la maquinaria del mundo.
Mientras los hombres sigan siendo injustos y monótonos, enfermos y contrariados, fútiles y metafísicos, se seguirán escribiendo libros, las palabras seguirán teniendo sentido mientras se busque negar todo este mundo y perderlo en la memoria para inventar uno nuevo.