El síndrome de Aquiles

Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males. Furia que arde y lo consume todo; que hierve la sangre y reduce el mundo, el propio, a cenizas; furia incontenible, pueril ¿De dónde proviene este enojo infinito? De donde proviene todos los males que un hombre padecerá: de su madre.

Hijo de un mortal —Peleo, rey de los mirmidones— y de la diosa marina, Tetis, padeció sus temores, su pasado; los cuales tuvieron varios hijos, pero apenas nacían, Tetis los asfixiaba para que no heredaran los rasgos mortales de su padre. Y es que tanto quiere el diablo a su hijo hasta que le saca un ojo; el corazón, la vida y la posibilidad de vivirla.

Cuando Aquiles llegó a este mundo, su madre intentó otorgarle la inmortalidad sumergiéndolo en el Estigia, pero olvidó bañar el talón por el que lo sostenía dejándolo vulnerable. Cuántos hijos quedan desprotegidos por el imperioso afán de sus madres por protegerlos, y como Tetis, angustiadas, por pensarlos vulnerables, buscarán a toda costa protegerlos; así les cueste la vida, la de ellos.

Madres que vivieron un embarazo dificultoso; madres de difícil infancia, de una vida desprotegida; que conocen el abandono, la soledad; que quieren reparar lo que no está roto, buscan evitar lo que no ha ocurrido. Buscan remediar en el otro sus carencias; llenarlo de lo que en ellas quedó vacío.

Negadas a verlos sufrir buscarán protegerlos, pero incluso así sufrirán. Ellos por tantos cuidados, inútiles al mundo a sí mismos; ellas, por la angustia de verlos sufrir.

Hombres que nacieron muertos, lloran su propia muerte en una súplica violenta a la madre; la mujer que les dio la vida y también se las quitó. Como Aquiles, que rompió en llanto, se alejó de sus compañeros y sentado a orillas del mar, dirigió a su madre muchos ruegos: “¡Madre! Ya que me pariste de corta vida, el olímpico Júpiter altitonante debía honrarme y no lo hace de modo alguno. Un ruego desesperado. Un berrinche olímpico.

Y respondiole Tetis, derramando lágrimas: “¡Ay hijo mío! ¿Por qué te he criado, si en hora aciaga te di luz? ¡Ojalá estuvieras en las naves sin llanto ni pena, ya que tu vida ha de ser corta, de no larga duración!

Así versaba la profecía, que el hijo de Tetis tendría una vida larga pero aburrida, o gloriosa pero corta. Cuántas profecías no anuncian las madres: ¡Cuidado! ¡Te vas a lastimar! ¡Te vas a pegar! ¡Te vas a caer! Y te caes. Para la próxima corres con miedo, seguro de que caerás. Entonces la alegría de jugar es corta, o ya no corres y prefieres una vida larga y aburrida. Les crees, te lo dices: Las madres dicen la verdad. Su palabra es destino, y sin saberlo, sus acciones harán todo para cumplir su palabra. Infundirán el temor para que permanezcan cerca, lejos del mundo, de ellos, de lo que sienten; lejos de ser felices, pero cerca de ellas.

Heredan el miedo a sus hijos, que lo padecerán sin saber que no les pertenece. Estos hijos son Aquiles, la representación del dolor y la pena, como lo sugiere la etimología de su nombre o la frase popularizada “el talón de Aquiles” para referirse a la debilidad de un hombre.

Profetizar un destino nos encamina a buscarlo. Así lo sugiere el mito de Aquiles, que es solo un mito, pero también una verdad, porque en otros tiempos el mito fue una verdad que no puede ser dicha de otro modo. Hay que mantener vivo al mito, nos dice Roberto Calasso, que sugiere una época en que los dioses migraron a los libros, como si sólo en esos objetos hubieran encontrado el vehículo para ejercer su capacidad de revelación, de conocimiento y reconocimiento del mundo.

Así podemos encontrarnos con varios mitos que comparten la misma verdad. Como en el mito de Muerte en Terán, donde un esclavo que camina con su rey entre los pasillos de un mercado ve a la muerte. Incapaz de enfrentarla, le ruega a su rey que le evite la pena de hacerle frente, y éste le concede un caballo para escapar a Terán. El rey, enfurecido, se dirige a la muerte, a cuestionarle el atrevimiento de atemorizar a su esclavo, pero está le responde que no pretendía atemorizarlo, sino que estaba sorprendida, pues no esperaba encontrar al esclavo en el mercado; esperaba verlo ese mismo día, por la noche, en Terán. El rey, que buscó evitarle la muerte al esclavo, sólo terminó provocándola. Así ocurre con Edipo, con Aquiles, con tantos hombres que son esclavos de su destino. Es inevitable. La profecía se cumplirá: Las madres que busquen en sus hijos evitar el dolor lo provocarán.