Uno de los retos al que se enfrenta el profesional de la crítica de arte es la escasa honestidad y la opinión incorruptible que profesa ante el espectador y expone al artista sin tapujos, en un libre ejercicio de evaluación.
Sin embargo, el mercado del arte –a fin de cuentas- considera que los consumidores se han convertido en dictaminadores del gusto; ejércitos completos de coleccionistas y negociantes son parte del soporte del mercado.
La hecatombe publicitaria hace lo suyo: el arte se ve privado de todo excepto su valor comercial. Si el arte no posee la capacidad de hablarnos sobre el mundo actual, carece de sentido, por lo que el arte monetizado tendrá que enfrentarse a esta dicotomía o simplemente desaparecer.
Para el historiador y crítico de arte Ernst Gombrich “el crítico se calibra no por los artistas a los que reconoce como por aquellos a los que se niega a reconocer”, sin embargo el fenómeno se invierte respecto a esta sentencia, las casas de subastas como Sotheby´s y Christie´s marcan la pauta del derroche mundial y con ello, el sobrevalúo de piezas que carecen de talento y exceden su valor comercial como estrategia económica, prueba de ello son los Mugrabi, acérrimos coleccionistas de Warhol –padre e hijo-, este primero posee 800 cuadros del artista.
No obstante, con riesgo a simplificar el fenómeno del arte contemporáneo, si el arte es una expresión de la sociedad, del espíritu de una época, un referente de la actualidad ¿podría ser la merde de Manzonni? ¿Es relevante? ¿Habla de la sociedad?
El trabajo del crítico se sitúa frente a esa problemática: realizar una estimación relativamente objetiva y no solo subjetiva del arte, cuestionar la validez de la obra no sólo por su concepto, dado el creciente histrionismo del arte en una sociedad en la que este está privado de todo excepto de su valor comercial al punto de su deconstrucción en un juego de apuestas para ricos e ignorantes.
En ese sentido, el documental The Mona Lisa curse, ilustra las banalidades y la espectacularidad del oficio ante el vulgo ordinaria, que no logra identificar qué es arte y qué no.
Escrito y dirigido por el acérrimo y mordaz crítico de arte australiano Robert Hughes; renombrado líder de opinión en la materia y quien remara a contracorriente en el entorno mediático, la película pone en duda la relevancia del papel de los coleccionistas de arte y cómo influyen en el consumo desmedido.
El filme enfatiza el ejemplo de Robert C. Scull, un magnate con una flotilla de taxis que incursionó en el coleccionismo y fue pieza clave para detonar el pago excesivo por objetos artísticos. El hombre estafó a varios artistas y vendió su obra en cantidades exorbitantes, por lo que Hughes destaca que “la consecuencia de los altos precios, es que el arte empezó a ser valorado no por una perspectiva crítica, sino por su precio”, y las casas de subasta fueron las dictaminadoras del gusto.
Para ilustrar, el heredero del imperio de productos de belleza, Ronald S. Lauder, tras adquirir la obra “Retrato de Adele Bloch-Bauer” de Gustav Klimt a un precio de 135 millones de dólares, la nombró como “su Mona Lisa”, a lo que el columnista de la revista Time cuestiona; ¿acaso la autoridad en el arte es sólo una chequera?
Ante la vulnerabilidad de los “guardianes de las obras de arte” como denomina a los museos, Hughes se rehúsa a tornar como objeto de consumo el arte.
La galería se torna en un espectáculo de rarezas, en el que espectadores y compradores vuelven la feria de arte como un solo acto de circo, las obras de arte son trofeos cuya finalidad es vanagloriar al propietario. Pese a ello, las obras de estos nuevos artistas llegaron a esos precios descomunales porque los promovieron, rara vez tiene qué ver con si son importantes o no, recuerda el comprador de arte para museos de todo el mundo en Nueva York, Richard Faigon, con pesadumbre al mencionar el “comercio” del arte.