La definición del arte como una actividad desinteresada constituye una generalización tan popular como temeraria. Sintetiza un momento en la discusión sobre el lugar del arte en las sociedades donde todo debe tener una utilidad. En Occidente, ese momento coincide con el inicio de la mecanización de la producción, que amenazó las prácticas y conocimientos artesanales inseparables de las actividades artísticas. El arte europeo se desligó de cualquier utilidad práctica, definió su propio territorio y los términos de su libertad, discutió lo bello y la postura del arte por el arte.
En el siglo XIX, las artes evolucionaron desde la dependencia de la aristocracia ilustrada hasta la producción para la naciente sociedad de masas. Los cambios sociales transformaron los intereses artísticos. Acá, las nuevas naciones reclamaban obras que exaltaran los nacionalismos; allá, la experiencia de vivir en la ciudad adquirió primacía. Después, a lo largo del siglo pasado, el interés artístico pasó del nacionalismo con que terminó el porfiriato a la retórica revolucionaria y desembocó en el arte conceptual.
Actualmente, la sociedad del conocimiento plantea formas de creación artística en las que la base tecnológica juega un papel fundamental; sin embargo, ningún artefacto puede reemplazar a la creatividad humana ni realizar la función crítica del arte con respecto a la realidad. Al mismo tiempo, la creación colectiva o anónima y la preponderancia de los procesos por encima de los objetos cuestionan nociones tradicionales como las de autor y obra.
Además, hay públicos y clientes nuevos. Entre la aristocracia ilustrada y las masas urbanas hay discrepancias de número, expectativas estéticas y visiones del mundo. El orden jerárquico ha dado lugar a un mundo liberado de las formas fijas en que quisieron encorsetarlo nuestros bisabuelos.
De la búsqueda de la belleza en lo excepcional se ha pasado a explorar aspectos de la experiencia relacionados con el entendimiento de las cosas. En su afán de cuestionar nuestra manera de vivir y borrar las distancias entre arte y vida, las artes se interesan por lo cotidiano. Encuentran y generan expresiones que liberan nuestra percepción de formas preconcebidas, proporcionándonos elementos que enriquecen nuestra manera de estar en el mundo.
Pero que los intereses del arte hayan cambiado de acuerdo con la sociedad que lo produce y consume no quiere decir que los cambios sociales hayan avanzado en la misma dirección. La función crítica del arte le da un sentido propio a las obras producidas. Y la función crítica también se expresa en la gestión artística.
En el sector público, la visión del arte predominante, más cercana al mecenazgo aristocrático que al patrocinio empresarial, genera prácticas administrativas obsoletas. Cualquiera que haya tenido como cliente a una institución oficial de cultura sabe que estos organismos no están diseñados para establecer y mantener relaciones profesionales con los artistas.
Al menos así sucede con el Instituto Cultural de Aguascalientes. El pretexto de tener todo bajo control sirve para entorpecer los trámites; los pagos, de por sí bajos, salen con grandes retrasos; los artistas cobran por su trabajo varios meses después de haberlo hecho. Las relaciones laborales se quedan en la buena voluntad, necesaria para no demandar a la institución por incumplimiento de contrato.
Pero hacerse de la vista gorda ante la falta de preparación y capacidad de esta y otras instituciones para promover adecuadamente el trabajo artístico no basta para evitar las consecuencias negativas de estas carencias. El desarrollo cultural exige políticas públicas que agilicen la administración de los organismos para que cumplan satisfactoriamente sus funciones. Toca a los artistas exigirlas por todos los medios posibles.
En esa medida, los intereses orientados hacia la profesionalización del trabajo artístico se beneficiarán con una gestión adecuada ante el ICA. Lo demás no pasa de las buenas intenciones, que nada resuelven y tienen hartos a los artistas.