El estómago de las ballenas (Ángel Vargas)

Hay una extraña unidad en el último poemario del poeta guerrerense Ángel Vargas. El estómago de las ballenas me genera una doble sensación respecto a su construcción como libro, porque a diferencia de lo que reza el dictamen del jurado (“es unitario sin descuidar la fuerza del poema individual”) me parece que al libro le sobran algunos poemas, responsables a su vez de su irregularidad. Pero repito que la sensación es doble porque un acierto del poemario es recuperar lo particular y subsumirlo al cauce central de la catástrofe contemporánea, en especial desde los ejes de la crisis climática en tanto crisis de significado y la circulación de los discursos. 

Los primeros dos poemas del libro (“Versión del ártico” y “Jonás no vuelve”) son un ejercicio redondo que genera una expectativa orientada a dialogar con este entrelazamiento cultura-naturaleza, en tanto poética prístina de un siglo XXI maduro en la autoconciencia de su particularidad. Este entrelazamiento funge como una emulsión (valga la analogía) no solo de dos entidades que durante siglos se han categorizado como entidades separadas, sino de dos discursos poéticos que alternan entre el hablante lírico y su macrocosmos en una estética de cortes y saltos (espaciales y temporales). Véase, por ejemplo, cómo Vargas, en “Versión del ártico”, triangula esta relación con la figura del reptil en un planteamiento que problematiza el tipo de relación que genera el tropo (de inclusión o de proximidad y asociación, es decir, ¿se trata de sinécdoque o metonimia?): 

En la sangre de los caimanes deambulan témpanos con sus botellas de auxilio, 

a la deriva quiere decir sin voluntad, la sangre de los reptiles

a la deriva, bestias congeladas sin voluntad como coágulos 

en las arterias del océano. La sangre también puede quebrarnos, 

hay otra glaciación ocurriendo en mis arterias. Desde ahí

puedo escuchar la fractura de los casquetes árticos.   

Las múltiples relaciones que parten desde la sangre me causaron un verdadero entusiasmo. El quiebre del hielo, el quiebre del ave/reptil, el quiebre de la sangre terminan en una sangre que nos quiebra a la especie. Para rematar hay una historia velada (personal pero con suficiencia genérica) sobre los padres y sus miedos en un eclipse final de realidades donde el futuro especulativo se une a la historia natural. Me corrijo, no es un poema redondo, es un poema soberbio.   

Hay otro grupo de poemas que se yerguen con una buena dosis de conocimiento del lenguaje en pos del hallazgo verbal, poemas como “Herencia”, “Última palabra” o “Informe sobre la cumbre mundial del clima” son un ejemplo de esto. La primera mitad del libro es la que me parece la mejor hecha, dejando de lado esos anexos fuera de foco que son “Rediseño del espacio aéreo” y “Servicio de cobranza”. 

En la segunda mitad no puedo dejar de pensar que el libro se ha concluido abruptamente. La construcción y el impacto emocional del primer poema no se vuelven a lograr, a pesar de los muy buenos ejercicios que me parecen “Legislar la piedad” o “Asueto en la sala de mi casa”. El poema de cierre te deja frío. ¿La segunda mitad es mala? En absoluto. El problema es que palidece frente a su primera parte. 

El poema final sugiere un arca como rescate de las migajas tras la devastación a la que nos encaminamos. Pero no te duele nada, es como ver la tierra desde la lejanía con verdaderos témpanos de hielo corriendo por las venas del hablante lírico: 

            Eso sería en agosto

            de dos mil cuatrocientos.

            El Arca despegó un día nublado

            y se perdió en la noche

            de ese mundo ruinoso, 

            radioactivo. 

            Lo observamos ahora, 

            unos cuantos. 

            Se sigue viendo azul. 

Si ése era el efecto buscado da igual, porque la poética entonces se vuelve irregular. Tampoco me vale como apreciación crítica reflexiva por el empleo del tiempo verbal (pretérito perfecto simple) en la primera mitad del poema (que no incluyo, por falta de espacio). El problema es ver las catástrofes lejanas (en el tiempo y en el espacio) como lo perdido, como lo que ya da igual o como lo que no me incumbe, y no como lo que nos quiebra la sangre de nuestras venas, a veces tan pero tan tibia.