En estos tiempos de precariedades me quedo con lo pequeño. Con lo humilde. Con lo desconocido. Con esa magnífica película de autor que casi nadie ha visto. Con ese libro genial que —¡sin embargo!— ha pasado desapercibido. Con esa fascinante canción que ese ninguneado grupo se ha sacado de la chistera.
Con un paisaje sencillo. Con los edificios que no aparecen en las rutas turísticas. Con la comida casera. Con los últimos artesanos. Con la gente tranquila. Con todo lo que sepa a verdad. Y con las pequeñas estrellas.
Con el encanto de lo pequeño. Que al final es lo más grande.
Se jugó el otro día la final de la Champions League. No la vi. Hace años que dejé de ver partidos de fútbol. Me han quitado las ganas. Como decían antes, eso de ver a un puñado de millonarios jugando a lo que sea no es para mí.
Uno crece, se hace mayor, evoluciona (o eso quiero creer) y termina cogiéndole manía a ciertas cosas. Por ejemplo, a las grandes estrellas (de lo que sea). Aunque nunca me interesaron los intereses que subsisten a ras de suelo, las inclinaciones vulgares de las masas, el instinto gregario y ordinario del vulgo, he catado (caté, cataba, ya no) como cada hijo de vecino, el corrompido membrillo que el poder económico ofrece al pueblo.
Corrompido porque nada llega a todos-todos sin un empujón interesado. ¡Empujonazo! Ay, las superpromociones, las superproducciones, los supereventos, los superproductos supervendidos… Ay-ay-ay. Ni uno más. Rebeldía de la de antes. De lo grande, ni la punta. Pequeño-pequeño, qué bien sabe lo pequeño cuando es bueno.
No vi la final de la Champions pero sí una semifinal autonómica femenina. La del play off de ascenso a segunda división. Castellón y Calpe nos ofrecieron un espectáculo memorable, deporte en estado puro, sin casi faltas (tres por equipo), con todo el arte que puedas imaginar, qué toque, qué pases, qué estilo, que yo recuerde, no me lo pasaba tan bien cuando veía a los “grandes”.
Ahora me estoy imaginando una revolución. Estoy viendo cómo los estadios se vacían. De un mes para otro, la gente empieza a interesarse por lo pequeño. Y los grandes comienzan a menguar. La gran actriz ya no podrá cobrar tanto. El gran deportista, tampoco. Incluso la gran editorial pierde dinero con su último gran premio. La megaestrella del pop ya no interesa, ha regresado el melómano, ese que prefiere un concierto pequeño, acústico, íntimo.
Lo repito: los grandes me aburren. Cuanto más importantes, más me aburren. Si lo piensas bien, los grandes solo sirven para enriquecerse y enriquecer al que tienen detrás. Eclipsan al pequeño para llevárselo todo. Lo consiguen con la ayuda del pueblo, sí, de un pueblo cada vez más manipulado, sí, de un pueblo que ha perdido el norte, sí, pero cualquier día, el menos pensado, comenzará la revolución, poco a poco, como el famoso deshielo de los Polos, y los pequeños podrán sacar la cabeza y sonreír.