Encontré a Constantino unos años antes de que se jubilara. Dirigía en ese momento la editorial Caballo de Troya. Entré en contacto con él a través del blog de la editorial. Constantino, aparte de publicar artículos, contestaba a las preguntas que le hacían los aspirantes a escritores. Yo era uno de ellos.
Solía comentar todos sus artículos. Me parecían interesantes. Constantino rara vez replicaba. Recuerdo que me esforzaba, quería que mis comentarios fueran pequeñas perlas literarias. Un día respondió: «No está mal». Para entonces ya había leído La cena de los notables y no solo admiraba a ese editor: quería que fuera mi editor. Cuatro entradas más tarde, respondía a mi comentario con un «No está nada mal» que nunca olvidaré.
La primera novela que le envié sigue inédita. Y sigo corrigiéndola. Aunque declinó mi propuesta, alabó las calidades de la obra. Eso me animó. Volví a escribirle, preguntándole si tenía alguna posibilidad. Me respondió algo así como: «Escribes bien, pero el talento tiene mucho de perseverancia».
Andaba en esos días forjando mi estilo, escribiendo como después lo haría Bloss Ñejer, y, como no quería robarle más tiempo, le envié una carta que solo era asunto. Es una pena que no la guardara. Pero así son las cosas. Intentaré escribir algo parecido:
«Gracias por el empujón (pronto recibirá otra [una irrechazable {o casi}]), y no abra la carta porque no hay más».
Yo no pretendía que me respondiese. Ya le había robado bastante tiempo. Pero me llegó una carta suya que también era todo asunto. Decía: «Una carta perfecta. Si tuviera treinta mil palabras, te la publicaba». Lo cierto es que al día siguiente empecé a escribir Nueve semanas (justas-justitas).
Pero llegaba tarde. Constantino estaba a punto de jubilarse. Recuerdo que en la carta de rechazo que recibí nueve meses después me decía que la obra le había gustado y que… quizá podría volver a evaluarla en septiembre si todavía seguía por aquellos pagos. Sentí que se me escapaba la posibilidad de entrar en el Club Bértolo y así se lo dije. Me respondió que ese club no existía. Seis meses después se jubilaba.
Seguí escribiéndole. Le hablaba de mis proyectos, le enviaba lo que iba publicando por mi cuenta. Aunque ya no era editor, seguía siendo mi maestro. Fue mucho lo que aprendí con él. Los autodidactas no necesitamos demasiadas explicaciones. Cada texto suyo era una lección. Cada texto suyo sigue siendo una lección.
Recuerdo (como si fuera ayer) la tarde que le pedí el prólogo. La editorial Pez de Plata estaba interesada en la obra, pero tenía dudas. El editor, Jorge Salvador, me lo dijo claro-clarito: «Eres un desconocido y nos da miedo publicarte; si al menos te respaldara alguien…». Fue una tarde dura. Me veía de nuevo en el infame torbellino editorial, ese que escupe a los don nadies por muy buena que sea su obra.
Y en un arranque de desesperación, le escribí: «Estimado Constantino, por fin hay una editorial interesada en publicar Nueve semanas. Me contestarán a lo largo de este mes. Pensando en lo que (yo) podría hacer para que se decidieran, se me ha ocurrido un breve prólogo escrito por un nombre de cierto peso literario, como, por ejemplo, Constantino Bértolo; sin embargo, me sorprendería mucho que usted aceptase; le escribo, pues, convencido de que la respuesta será “no”; pero, compréndalo, tenía que intentarlo».
Cinco minutos y recibía su respuesta. «Te equivocas, después de la “larga amistad” que mantenemos en la distancia, por supuesto que digo que sí. Por lo que recuerdo, la novela lo vale». El resto es historia.
Cuando me escribió el prólogo de Nueve semanas (justas-justitas), le comenté lo contento que estaba de haber entrado finalmente en el Club Bértolo. Conservo su respuesta: «Me alegra saber que hay un Club Bértolo con un solo miembro, esos clubs suelen ser los más distinguidos».
Este verano me escribió. Quería conocerme. Le di la dirección y vino a mi lugar de trabajo. Nos sentamos en la microlibrería y charlamos durante una hora. Constantino. Mi padrino literario. Si me lo hubieran dicho hace tres o cuatro años, no me lo hubiera creído, pues los sueños no suelen hacerse realidad.