Dos de octubre

Tampoco olvido el dos de octubre del 68. Hice y vi cosas que estarán en la memoria hasta el último instante. Tenía diez años con diez meses y diez días, aunque para mí ocurrieron al décimo tercer día. Años más tarde, cuando salí de mi tierra, entendí lo que había sucedido aquel día muy lejos de mi casa y aparecido en los diarios, sin llamar mi atención, hasta que escuché los comentarios de mi padre.

Aquel sábado salí de casa muy temprano y caminé hacia el oriente de Ciudad Obregón, hasta llegar a las vías del ferrocarril. Desde muy pequeño me gustó levantarme de madrugada y dejar la casa silenciosamente para vagar por las calles. Me gustaba ir lejos sólo por sentir la distancia que me separaba de casa. Alguna vez me acompañaron mis hermanos; debíamos tener un propósito y, como se acercaba la temporada navideña, la aventura consistía en explorar ciertas calles para ver los juguetes exhibidos en las vitrinas. Tiempos inverosímiles en que los niños podían salir de sus casas y vagar por la ciudad sin temor.  Junto a las vías decidí caminar hacia el norte y me puse en marcha.

Nunca había ido tan lejos a pie y solo. Conocía las calles desde la camioneta de mi padre. Sentía una aguda necesidad de recorrer a pie esos sitios que desde un vehículo en marcha sentía distantes. Podía asomarme a rincones inaccesibles desde un coche. Patios de maniobras para los trenes, bodegas abandonadas por el frenesí que otra época, vagones oxidados junto a un antiguo silo que ya no vertió en ellos su contenido, todo bajo una dorada capa de polvo. Después supe que la antigua Cajeme nació junto a una estación del ferrocarril que une el norte con el centro del país. De niño me dejé llevar en el viaje del sueño que flota sobre los trenes. Nunca había visto cosas tan antiguas como aquellas ruinas de la revolución industrial irrumpiendo en la llanura costera. No sabía ni cómo llamarlas, pero sentía una gran curiosidad por saber más de ellas.

Si el dos de octubre del 68 cayó en miércoles, mi escapada sucedió el sábado cinco. Entre semana no hubiera podido hacerlo. Aquella mañana amaneció muy agradable. Después de desayunar y quedarme solo por un momento en el comedor, sentí que debía levantarme y andar por las calles, sin más propósito que estar en movimiento para explorar el mundo exterior. Gozaba de plena libertad para elegir y tomar el rumbo del desplazamiento. Así llegué a un punto donde no sabía lo que había encontrado, pero estaba dispuesto a seguir adelante, porque no percibía la menor amenaza en eso desconocido.

Mientras avanzaba hacia el norte, seguía de lejos las referencias de la avenida Miguel Alemán, que se convierte en la carretera que conduce al poblado de Esperanza. Así supe cuándo había salido de la ciudad. En aquel tiempo mi ciudad ocupaba una extensión mucho menor que la actual. En realidad no me había alejado de casa más de cinco o siete kilómetros; pero hacerlo a pie y solo le daba tintes heroicos a mi paseo.

Desde la vía férrea podía ver la carretera, con camiones y automóviles de juguete corriendo a toda velocidad en ambos sentidos. Por algún motivo que sigue tan desconocido como entonces, quería mantenerme alejado del tránsito vehicular, suponiendo que uno de esos automóviles podía circular conducido por un tío o tía que al verme pudiera delatarme ante mis padres. Más que las posibles represalias, temía terminar mi paseo antes de tiempo. Ahora caminaba junto a los rieles, entre campos de cultivo; en algunos había caballos y vacas. O maquinaria agrícola. Por allá una avioneta fumigaba una parcela. El sol estaba cada vez más alto. Me di cuenta al seguir con la mirada el vuelo de la aeronave. Consideré que debía regresar a casa.

Al mismo tiempo, la sociedad mexicana, o al menos la de la Ciudad de México, había puesto en evidencia la intolerancia y el autoritarismo del gobierno en turno, movida por una ola que recorría el mundo: Francia, Japón, Estados Unidos, Checoslovaquia… En todas partes la juventud y los trabajadores tomaron las calles para protestar contra el estado de las cosas. Y hubo cambios importantes.

Entré a casa por la puerta trasera. Extendidas sobre la mesa, las planas mostraban las fotos de estudiantes detenidos, camiones incendiados y destrozos supuestamente cometidos por los huelguistas. Mi padre repetía “qué bueno”. Sin saber cómo, supe que algo no estaba bien. Luego olvidé el asunto. A cambio de un cupón que venía en un comic y envié por correo, recibí un rompecabezas de Enriqueta Basilio portando la antorcha olímpica.

Ahora sabemos que la libertad se está convirtiendo en víctima de la inseguridad tolerada y reclama atención. Cuánto han cambiado las cosas.