Dewey en México

Vistos desde lejos parecía que estaban de acuerdo y que podrían colaborar, suponiendo que su formación prevalecería sobre sus debilidades, pero al final se impuso el lado más amargo y oscuro de la realidad. El estadounidense John Dewey (1859-1952) y el mexicano José Vasconcelos (1882-1959), dos filósofos que consideraban a la educación como una actividad liberadora, tenían casi todo para trabajar juntos. Sin embargo, después de coincidir con las ideas de Dewey en su juventud, el Vasconcelos viejo terminó rechazándolas. Aun así, otros educadores −Eulalia Guzmán (1890-1985), Rafael Ramírez (1885-1959) y Moisés Sáenz (1888-1941)− las aceptaron y adaptaron a las necesidades educativas mexicanas, especialmente en el medio rural.

En 1894-1904, Dewey fundó una escuela-laboratorio en Chicago, donde puso a prueba su teoría de la educación. Tras alejarse del idealismo hegeliano, recibió la influencia del pragmatismo y desarrolló sus propias ideas sobre el conocimiento, considerándolo resultado de experiencias acumuladas y procesadas por la inteligencia activa. En el terreno educativo, esto significaba que debían abandonarse las prácticas tradicionales, en las que el maestro transmitía información que el alumno recibía pasivamente.

Pero había más: la escuela servía para reproducir las condiciones sociales de la sociedad capitalista estadounidense, injustas y opresoras. Por tanto, la función de la escuela consistía en formar ciudadanos moralmente preparados para transformar esa sociedad en una verdadera democracia, además de dotarlos de herramientas intelectuales. Sin demora, sus propuestas encontraron oposición entre los sectores conservadores del vecino país, que lo veían como un peligro para el orden establecido. 

Al mismo tiempo, otros educadores lo apoyaron desde posiciones progresistas, favorables al desarrollo infantil sin restricciones. Pero Dewey cuestionó dichos métodos, en los que veía un riesgo de anarquía, considerando que se necesitaban reglas para la convivencia social. Con el tiempo, sobre todo durante la segunda posguerra, el filósofo se convenció de que la escuela no bastaba para democratizar la sociedad. Y que los educadores debían aliarse con organizaciones políticas para llevar a cabo su lucha.

Antes de eso, Dewey colaboró en reformar los sistemas educativos de otros países, entre ellos el nuestro. En 1923, sus exalumnos Sáenz y Ramírez lo invitaron a conocer las escuelas mexicanas, donde se estaban llevando a la práctica sus teorías. El encuentro dejó al invitado gratamente sorprendido y satisfecho. Los educadores no se habían limitado a aplicar sus teorías, sino a buscar soluciones para dar respuesta a una de las necesidades que no habían resuelto los pedagogos porfiristas, profundamente influidos por el pensamiento positivista. Junto con las limitaciones de su enfoque “científico”, se había marginado a la población rural, a la que de nada servía adquirir nociones pensadas para los habitantes de la ciudad.

En efecto: las escuelas rurales incorporaron a las comunidades indígenas en un sistema diseñado para formarlos en diversas habilidades mediante acciones prácticas, tomando decisiones de manera colectiva. Los maestros debían ganarse la confianza de la comunidad entera para tener la aceptación que requería su función de guías, lo que implicaba llevar sus tareas fuera del aula e involucrarse en la vida comunitaria, durante todo el día y buena parte de la noche.

La influencia no se dio en un solo sentido. Dewey también encontró valiosas enseñanzas en las experiencias mexicanas, aunque había antecedentes que habían preparado el terreno para que así ocurriera. Entre muchos otros aspectos de su pensamiento, desde finales del siglo XIX se había referido al maestro como “el anunciador del verdadero reino de Dios”, mientras que en el nombre de “misiones culturales” que se daba a las escuelas rurales mexicanas resuenan connotaciones religiosas. Esta carga ideológica resultó decisiva en el absurdo conflicto que poco después se llamó “guerra cristera”, en el cual maestros y sacerdotes pagaron con su sangre las respectivas responsabilidades adquiridas.

De ahí el sentido de apostolado que las autoridades educativas le daban al trabajo magisterial, sustentado en el compromiso que los jóvenes maestros contraían con los pueblos a los que se consagraban, entregando lo mejor de ellos para mejorar las condiciones de vida de esos lugares. Por desgracia, este esfuerzo se convirtió en material para discursos −cuando no en leña para alimentar fuegos fatuos− desde el poder, que se esforzó en homogenizarlo hasta minimizar sus virtudes liberadoras.

Los estudiosos de estos temas piensan que falta investigar a fondo y con mayor amplitud las relaciones de Dewey con la educación en México, tanto en lo positivo como en lo negativo, particularmente las críticas por parte de Vasconcelos. Aunque ronda la sospecha de que el oaxaqueño sucumbió a su tendencia a rechazar todo lo made in USA: en una actitud nada filosófica, lo negaba más por su origen gringo que por sus ideas.

Y sobre la compleja realidad de los maestros, cabe dudar si deberían estudiar la lección de buscar alianzas con otros sectores sociales, en lugar de luchar en solitario, como hacen ahora.