Las cinco y media de la tarde. Hace tres segundos esta página estaba en blanco. O sea, que la he abierto y me he puesto a escribir (inmediatamente). Frases cortas, directas. Con esta ya van cinco y aún no he dicho nada. O quizá sí. Depende del lector. Tienen las palabras tantas posibles interpretaciones… Ahora no se me asusten, que voy a saltar al párrafo siguiente.
Aquí estoy. Un salto limpio, sin divagaciones. Las cinco y treinta y tres. Voy como un cohete. No digo nada y lo digo todo. Estoy muy ocupado hoy. Y tengo ya tanto escrito… Como no he terminado El suscitador, no puedo escribir la reseña correspondiente. Será para la próxima quincena. Así que hoy rescataré un viejo cuento. Mi cuento más breve. Se publicó en 2000. Pertenece a El séptimo sentido, mi único volumen de relatos. Se titula Después de veinticinco años y lo comparto veinte años después, corregido y en exclusiva para la Revista Monolito.
Tan calladita como era… Claro, porque no tenía nada que decir. Y yo, qué estúpido. La conocí en una fiesta. Su mirada era tan tierna… Su aspecto era tan inmaculado…
Ahora, después de veinticinco años, la odio. La odio porque es necia, torpe e ignorante. La odio porque no tiene imaginación, porque no sabe comportarse en público y porque no puede apreciar las cosas que yo amo. La odio por muchos motivos, pero sobre todo porque me engañó.
Me hizo creer que era inteligente, fingió escucharme y me aseguró que le interesaban todas las músicas, todas las artes y las aguas cristalinas de los lagos de alta montaña. Y me dijo que me amaba.
¿Que cuándo me di cuenta del engaño?
Al año de casarnos. Sí, por increíble que pueda parecer, su teatro funcionó durante doce largos meses. La verdad es que no sospeché en ningún momento que pudiera interpretar de forma tan magistral el papel de amantísima esposa. Y ella, con su silencio y su pasividad, consiguió hacerme creer que mis sueños eran también los suyos.
¿Que por qué no me separé?
Porque se quedó embarazada.
Y ¿que por qué he aguantado tantos años junto a ella?
Por nuestro hijo. Sí, por ese inútil, por ese ser despreciable que murió ayer de una sobredosis.
Pero hoy, por fin, soy libre. Hace un rato metí en la maleta mis cuatro camisas preferidas y los dos pantalones que mejor me sientan y fui a la sala en busca de mi esposa. La encontré en su sillón, adormilada.
—Rocío —pronuncié con satisfacción, y, cuando abrió los ojos, le dije suavemente—: Vete a la mierda.