En la actualidad, la mayoría de los países del Tercer Mundo buscan afanosamente entrar, a cualquier costo, al selecto club de las naciones desarrolladas, aunque muchas veces ni siquiera conocen las implicaciones de esta etiqueta, la cual es sumamente subjetiva y ambigua.
Cabe señalar, que la Organización Mundial de Comercio (OMC) considera que no existe ninguna definición que diferencie claramente cuáles son los países “desarrollados” o “en vías desarrollo”, por lo que los integrantes de este organismo, pueden decidir por voluntad propia sí se consideran como países “desarrollados” o “en vías desarrollo”. No obstante lo anterior, Kofi Annan, ex Secretario General de las Naciones Unidas, alguna vez explicó que un país desarrollado es “aquel que provee a sus habitantes una vida libre y saludable en un ambiente seguro”.
De igual forma, la mayoría de los especialistas en economía, opinan que el parámetro supremo para calificar a un país como desarrollado es el llamado Producto Interno Bruto, siendo este indicador macroeconómico, la obsesión de todos los gobiernos y que gracias al cual, los Estados Unidos de América han propagado el mito de que son la nación más desarrollada del planeta, por lo que este país se ve a si misma como el único ejemplo a seguir.
Sin lugar a dudas, hay que tener en cuenta, que la invención de la concepción actual del término desarrollo surgió a partir del trabajo de John M. Keynes, cuya evolución paulatina conllevó a transformar este ideal humanista, en un discurso cultural vacuo, aparentemente universal legitimado por una intrincada red de teorías inobjetables que ponen como única opción la promoción irrestricta del crecimiento económico perpetuo, sin ponderar nunca las consecuencias.
Curiosamente, esta visión actual de desarrollo, contiene es sí misma una falacia y contradicción implícita, ya en su versión actual, perpetua una serie de errores propios de las teorías económicas clásicas y neoclásicas. La principal falla la podemos encontrar en la creencia de que el crecimiento económico es natural, positivo y constante, por lo que supuestamente, la expansión económica trae de forma automática la prosperidad y la distribución justa de la riqueza a todas las sociedades, cuestión, que en la práctica siempre ha brillado por su ausencia.
Finalmente, podemos afirmar que la definición y la obsesión con el fetiche del desarrollo se ha convertido en una enfermedad que podría denominarse como “desarrollitis”, la cual cumple un papel importante para el control ideológico del mundo, ya que sirve para vender la ilusión de prosperidad que solamente podrá alcanzarse siguiendo acríticamente el actual modelo económico, engaño equiparable a la ilusión que tienen los ludópatas en los casinos, donde ellos aunque entienden que las probabilidades están en su contra y que prácticamente no hay esperanza de ganar, se empeñan en seguir apostando basados en una esperanza vana de triunfo.