En el fantástico libro de George Steiner Después de Babel leo lo siguiente: “Es obvio que hablamos para comunicar. Pero también para ocultar, para dejar sin decir.” Me detengo en esta afirmación porque todos, sin excepción, sabemos lo que esto implica. Me gusta la forma de la traducción del inglés al español en la frase dejar sin decir. Hay en ella una connotación de intención que no se lleva a cabo, connotación muy mexicana por cierto.
Lo que me llamó de esta declaración de Steiner fue que se relaciona con una clave psicoanalítica que el filósofo Slavoj Zizek recoge para el plano de la política: “Es cierto que a menudo hablamos sobre algo en vez de hacerlo; pero algunas veces también hacemos cosas para evitar hablar y pensar sobre ellas”.
Zizek realiza esta afirmación en pleno siglo XXI cuando el mapeo de lo público es más evidente que nunca. El internet y la libre circulación de información (afirmación que se podría entrecomillar) genera movimientos, informes, encuentros, peticiones y marchas a favor o en contra de cualquier espectro político.
Sin embargo, la gama de formas que usamos en torno al desvío, la finta o el mutismo es tan amplia que mucha literatura de drama personal y social gira alrededor de este núcleo inasible.
Con matices distintos entre sí, el teatro se lleva la palma respecto a este tipo de silencios, el propio Steiner habla de Racine, Harold Pinter y, por supuesto, Shakespeare. Sin embargo, quiero ahora explorar una idea a propósito de la política, antes de que el clima político de México se volatilice y encrespe (más de lo que ya está).
Si hablamos para ocultar (su ejemplo más evidente está en la retórica política) sería necesario realizar el giro contrario, es decir, ¿se hacen y dicen cosas para dejar sin decir cosas, no al otro, sino a uno mismo? Mi respuesta es afirmativa. También hacemos y dejamos sin decir cosas que no podemos decirnos a nosotros mismos. Como he dicho, me salto por ahora el drama personal con miras a un comentario que aborde el plano democrático. En términos políticos, ¿qué es lo que dejamos sin decirnos a nosotros mismos?
Por supuesto, la respuesta varía según la época y el individuo, pero si tuviese que extraer un común denominador sería éste: muy pocos se atreven a decir que sospechan de ellos mismos. Muy pocos, dicho tajantemente, salen de la esfera de sus convicciones a pesar del ruido íntimo que estas generan (porque no hay convicción absoluta exenta del tiempo y las circunstancias, ninguna).
Pienso que la razón de esto se extrae de toda una antigua y sistemática articulación sobre el significado de lo convincente (que el lector relacionará de inmediato, gracias a la etimología, con la convicción).
Tener convicciones se ha vuelto un campo estéril que, ironía donde las hay, olvida precisamente la raíz de la convicción: ‘con’ en tanto articulación de elementos juntos. Digo elementos y no miembros o comunidad porque la pobreza del sectarismo es esa, leer la clave del conjunto en términos de identidad. Dicho en términos simples, la convicción se vuelve una daga (oculta bajo la manga) en lugar de una cesta de acopio o una eficiente criba. Convencer a los demás implicaría (en esta burda reducción) tener convicciones inamovibles, y viceversa.
Si tuviera que atreverme a articular una hipótesis de cómo opera este ‘dejar sin decir’, de cómo, en tanto sociedad, lidiamos con la política, sería que no atrevemos a decirnos que lo político se ha reducido a una tarea de convencer al otro del mensaje propio. En los muy variados niveles de la práctica política no veo mayor diferencia. Si bien dejo de lado las malformaciones de la corrupción, los enfoques privados, la lógica económica y el sistema democrático, lo hago porque, en rigor, son tema de otras discusiones más abarcadoras; mi punto es, en qué medida esto genera un clima incompatible con cualquier diálogo razonado y honesto, no sólo con el otro, sino con uno mismo.
La convicción, en lugar de juntar elementos, resguarda como tesoro la escasez. Si usamos una analogía, deja de labrar y cosechar el campo para llenarse de espantapájaros; al final, son tantos los hombres de paja que el terreno no ha quedado con espacio alguno para el producto.
Piénsese, por ejemplo, cómo cada administración al mando (senadores, gobernadores, presidentes, etcétera) trabaja con un enfoque defensivo: en general, más que la consecución de un proyecto a largo plazo, se articula un programa de gobierno capaz de impedir el advenimiento de otro esquema de convicciones. Esto no es sino una pasión triste en términos de Spinoza.
Por esto, siempre me ha sorprendido que la gente se mueva tan (aparentemente) libre en el campo de las convicciones políticas (entre otras más), a pesar de ser conscientes de la complejidad del mundo, de la realidad y las circunstancias.
Quizá sea útil resignificar la palabra convicción a partir del ejemplo, mucho más a la mano, de la valentía. La valentía sana (debilitada diría el filósofo Gianni Vattimo) implica, no la negación del miedo, ni la falta de grietas en su defensa, sino la aceptación del miedo, la propia conciencia, digamos, de las raíces ineludibles de nuestros temores.
Regreso a Zizek (en su libro Primero como tragedia, después de como farsa) quien recupera una palabra que apuesta por sacar lo oscuro de lo no dicho a la luz: “<Thamzing> es una palabra tibetana de los tiempos de la Revolución Cultural con inquietantes reverberaciones para los liberales: significa una ‘sesión de lucha’, una comparecencia y crítica pública de un individuo que se ve agresivamente cuestionado o cuestionada, para conseguir su reeducación política mediante la confesión de sus errores y la prolongada autocrítica”. Suspiro al leer eso de ‘prolongada autocrítica’; eso que nunca (o muy pocas veces, si bien nos va) hacemos, y que por lo tanto, jamás alcanza la esfera pública.
Al no decirnos lo que no queremos oír (y pensar), la prolongada autocrítica queda bloqueada, en consecuencia todo cuestionamiento se interpreta como ataque y, finalmente, el diálogo se reduce a una sucesión de monólogos. Todo se vuelve reactivo, todo se torna defensa y cada construcción muralla. Acaso, ‘pensar lo político’ no es esta burda imagen de la polémica y del debate (que también), sino esta vieja articulación de la convicción en tanto acopio de elementos diferentes, incluída la tan vilipendiada duda.