En nuestro país, el reconocimiento de la importancia económica de las actividades culturales apenas está por formar parte del discurso oficial. Tradicionalmente, se han ponderado los valores simbólicos y estéticos de la producción cultural en sentido amplio y de la cultura artística en particular.
La riqueza y variedad de elementos que han contribuido a construir las identidades colectivas modernas ha nutrido la retórica del ogro filantrópico: el Estado como el principal mecenas de la cultura que funciona para legitimar al régimen en turno.
Ahora se trata de incorporar las actividades culturales al desarrollo, tomando como base cifras que pregonan las bondades del nuevo sector económico. La filantropía del ogro se ha transformado en la mercadotecnia del coach.
Aunque el desarrollo social ha introducido nuevas actividades en el mercado laboral, funciones estatales como la valoración simbólica e identitaria han desaparecido o pasado a manos de los consumidores, promotores y publicistas, o de organizaciones civiles encargadas de promover, defender y ejercer esa valoración.
Entre otras cosas, las nuevas reglas del juego cultural buscan adecuar las viejas instituciones a un tiempo de emprendimientos y visiones ajenas al sentido social de sus orígenes.
En esa búsqueda, el énfasis en el objetivo del mercado desplaza a segundo o tercer plano todo aquello que en la cultura no sigue sus leyes: sentidos simbólicos, valores éticos y estéticos, cargas ideológicas, visiones del mundo.
O lo toma en cuenta para manipular los deseos del posible cliente mediante la publicidad y no para satisfacer necesidades básicas, bajo la premisa de que no las conoce o se pueden inducir y dirigir con cierta precisión, usando técnicas que explotan el poder de las imágenes para llevarnos al mundo de los deseos. Para satisfacer necesidades que no existían, como seguir las modas o votar por tal o cual candidato o candidata, donde la elección del vestido y del voto depende de cuestiones sin relación con la necesidad básica de protección y seguridad.
Las necesidades culturales transitan por lo imaginario. El mercado y la democracia forman parte de ese universo. Esto no las convierte en falsas necesidades; les da un lugar en las relaciones sociales y en las vidas privadas. En la construcción de las identidades y en algunos movimientos colectivos.
Aunque la música, atuendo, gestos, lenguaje… devienen piezas articuladas por la maquinaria publicitaria para vender lo que usted guste, lo imaginario le da a lo cultural un rasgo único; ya no pone el acento en el objeto, proceso o servicio resultante, sino en la persona que imagina, concebida como agente activo.
El consumo cultural involucra la producción de lo consumido. Esto nos permite apreciar los valores plásticos de un performance de kung-fu o de los voladores de Papantla sin tener que compartir las visiones del mundo de sus productores originales, lo que no impide informarse al respecto.
De ahí la importancia del libre ejercicio de los derechos culturales, abiertamente negado por muchos regímenes en todo el mundo hoy en día. Y de contar con mecanismos que los garanticen, estableciendo vías de diálogo entre sociedad e instituciones.
En México, en materia de cultura, estamos esperando la ley general que haga del sector una parte del desarrollo; los legisladores trabajan en ello. Nos falta avanzar en la organización social para ejercer los derechos culturales en los hechos. Generar las condiciones para darle a los bienes y servicios culturales valores significativos, ajenos a los del mercado, desde el punto de vista de las comunidades organizadas. Y apostar por algo más que la mercadotecnia en el juego de la cultura.