Cultura de autoprotección

Hace 38 años, el suelo patrio nos restregó en el alma nuestra vulnerabilidad ante la naturaleza, especialmente cuando se vuelve protagonista de la historia. Por mera retórica y hábito atribuimos sentimientos a fenómenos naturales: la “furia de los elementos”, una “lluvia calmada”.

Antiguamente se hablaba de castigos divinos causados por las ofensas que hacíamos a cualquier habitante de algún panteón de la época. Los desastres se explicaban como el entretenimiento de seres supuestamente superiores a nosotros, excepto en las formas de alejar el aburrimiento, demasiado humanas: causando molestias a otros. En aquellos tiempos, la ira divina se aplacaba mediante ritos y ceremonias donde había ofrendas y sacrificios a la deidad responsable del asunto: fertilidad en la tierra y las mujeres, caza abundante, victorias militares, paz y prosperidad. Luego llegó el cristianismo con sus rezos y más tarde la ciencia con sus métodos.

Actualmente, mucha gente sigue rezando para evitar desastres, aunque la mayoría considera más práctico y eficaz seguir las indicaciones de las autoridades y sus recomendaciones en materia de protección civil. 

En 1985 no existía en México la cultura de la autoprotección. Los terremotos la trajeron y desde entonces está entre nosotros, asociada a inundaciones, sequías, incendios, derrames tóxicos, derrumbes y, recientemente, balaceras o situaciones provocadas por actividades del crimen organizado. La magnitud de la tragedia tuvo como respuesta la formación de un área del sector público dedicada a la protección civil, encargada entre otras tareas de difundir la cultura de la autoprotección entre el mayor número posible de personas, para que sepamos qué hacer ante determinadas situaciones de riesgo, mientras llega la ayuda profesional.

Tales conocimientos van más allá de la respuesta durante el incidente. Incluyen la prevención antes de la emergencia y la recuperación cuando ha pasado. Suponen un cambio cultural importante, que modifica la percepción del ambiente y la relación con la comunidad inmediata, en función de lo que se considera más conveniente para minimizar el impacto del agente perturbador entre la población y sus bienes. Una parte importante se refiere a la realización periódica de simulacros de emergencia, en los que se ponen a prueba el manejo de protocolos y procedimientos adecuados para diferentes casos, como los que se realizan el 19 de septiembre en todo el territorio nacional.

Uno de los aspectos más arduos de la autoprotección atañe a la etapa preventiva, antes de que un incidente interrumpa la normalidad, porque exige poner atención permanente en detalles que normalmente damos por hecho que funcionan bien y nos desentendemos de ellos. Cuando en realidad requieren de supervisión y revisión cotidianas. Instalaciones eléctricas, hidráulicas o de gas ameritan monitoreo constante. Igual señales, letreros o cualquier elemento para dirigir el flujo de personas en un edificio, con el propósito de reparar o reemplazar lo que esté deteriorado o inservible y no sólo para reportarlo. Ni más ni menos que las citas médicas o al dentista; nadie acude para conversar con el médico, por muy buenas anécdotas que comparta. O las revisiones del automóvil.

Muchos accidentes ocurren por falta de mantenimiento en equipos e instalaciones; también contribuyen la negligencia, descuido o políticas de ahorro de recursos mal entendidas y peor aplicadas.

Un país con índices de sismicidad como el nuestro exige a sus habitantes un mínimo de cultura de autoprotección, para tomar medidas preventivas como sujetar estanterías en las paredes, señalar rutas de evacuación, diseñar planes de emergencia y realizar simulacros, entre otras. Y no sólo en centros de trabajo y escuelas, sino en hospitales y nuestras viviendas, con los vecinos y el barrio. Hay límites: no se puede hacer un simulacro de evacuación en una cárcel o en un hospital psiquiátrico y otras formas de prisión.

Participar en un simulacro implica establecer relaciones de colaboración con quienes comparten nuestro espacio vital, laboral y educativo. Y también esto constituye un reto formidable para los herederos de una cultura individualista ─la dominante─, con relaciones entre individuo y comunidad que dejan poco margen para la solidaridad. Al contrario de las culturas populares. Debe fomentarse la idea de que la colaboración puede reducir la mayoría de los riesgos asociados a vivir en zonas sísmicas. Y los de otros desastres frecuentes en nuestro territorio. Quienes gustan de hacer comparaciones toman como referencia Japón y llegan a conclusiones trágicas.

Ahora la ciencia explica muchos desastres naturales en el contexto del cambio climático. Protocolos y procedimientos se actualizan con base en descubrimientos como el “triángulo de la vida” o la resucitación cardiopulmonar. Y las balaceras se consideran causa de una emergencia que requiere respuesta de la población. Podemos seguir teniendo fe en la ayuda divina; a fin de cuentas, creemos en la ciencia sin haberla probado científica y personalmente. Pero está en nosotros contar con un apoyo seguro en una situación de riesgo sistemático: el de quienes nos rodean.