Cuento «Zurciman y el hombre de gafas» por Orfil Aguilar

He dedicado mis años como adulto a reparar los huecos que existen en distintos lapsos de mi niñez: bebí al fin un gran vaso de leche con chocolate Milo, me deslicé sobre una herrumbrosa avalancha desde las colinas de asfalto a las 3 de la mañana, y, recientemente puse, con dos cuerdas y un palo, un columpio en el árbol, me mecí tanto que terminé con nauseas, sin llegar al vomito.

Así pasan mis días, soy como esos súper héroes que con gafas son unos y sin ellas son otros; trabajo en un taller joyero de una plaza comercial, aún hay quienes llevan a reparar relojes, pulir anillos y fundir diversas piezas, soy el ayudante del dueño, un hombre entrado en años del que he aprendido sólo lo necesario, no me interesa la sabiduría y tampoco busco dominar el arte contenido en el oficio, ni siquiera deseo de forma alguna la emancipación.

Trabajar para representar el rol de adulto normalizado es mi prioridad, así puedo, cuando me quito las gafas, transformarme libremente en Zurciman: remendar los huecos del alma infantil herida es la misión primordial.

Transcurre un miércoles ordinario en el local 4-b del segundo piso de la plaza comercial, ordeno unas monedas antiguas que recién se han puesto en venta, echo vistazos a la gente que se encuentra en el pasillo central de la plaza, algunos han escapado de la escuela y relajados toman un café, otros comen algún taco o sándwich a mitad de la jornada; sobre la mesa del centro, como isla a la que hay que conquistar, brilla la naciente misión que ha de requerir la transformación en superhéroe; un niño, de entre 5 y 8 años de edad es poseedor del Santo Grial: muñeco de He-Man acompañado de Battle Cat, no es una edición moderna, podría jurar que es idéntico al que vendí, por idiota, cuando tenía 6 años, para instantes después llorar inconsolable, un llanto que se ha prolongado hasta los 40 y tantos años que poseo en la actualidad.

El jefe no ha llegado, por mi mente ronda un plan minucioso para hacerme con ese par de tesoros, que se joda el plebe, ya tendrá los años por delante para hacer psicoanálisis por su temor a las pérdidas o para, como yo, contar su propia historia de huecos reparados, abiertos cuando niño y cerrados de adulto.

No hay mensaje, no hay llamada, el patrón sigue sin llegar y el chamaco ha terminado ya su lonche, está guardando sus juguetes en una bolsa roja hecha de lona, toma ahora la mano de su madre y están dando pasos hacia las escaleras que llevan a la planta baja.

¿Voy o no voy?, ¿y si el jefe llega?, ¿y si intentan abrir el local por verlo solo?, ¿y si roban todo?; en esas meditaciones cerebrales estaba cuando las manos tomaron el control: “vuelvo en 15 minutos”, comunica el cartel que puse a la entrada del negocio.

De lejos les sigo, vigilante, al acecho, como cocodrilo con fauces abiertas por días, sin prisa, buscando el momento justo para asestar el golpe, cerrar la mandíbula y capturar la presa.

Entraron a la vieja panadería, es allí donde el ciervo se descuida, donde el cocodrilo podrá al fin ver recompensada la espera.

La madre y el hijo llegaron primero a la zona de comedores, dejan sus bolsos sobre las sillas, incluida la que resguarda los juguetes del niño, pasan después a la sección donde se elige el pan, llevan en la mano la charola y unas pinzas para sujetarlo, acto seguido habrán de hacer fila para pagar, pedir bebidas, surtirlas y sólo hasta el final, volver a sus mesas a comer y beber.

Yo conozco todo ese procedimiento, y doy luz verde a Zurciman para que complete la misión, sabedor de que cuenta con el tiempo y circunstancias necesarias.

Zurciman entra, sigiloso, dando vistazos discretos al resto de las mesas, regala un buenos días, para despejar sospechas, toma asiento en la mesa vecina de aquella donde se encuentra su objetivo, finge prestar atención a la pantalla del teléfono móvil mientras contabiliza los segundos que pasan entre vistazo y vistazo que la madre e hijo echan a su mesa; están eligiendo el pan, ella tomó una concha y él una dona, Zurciman guarda el celular en su bolso justo cuando ellos se forman para pagar, sigue contando los segundos, se da cuenta que casi llegan a ser dos minutos, 79 para ser exactos; en la fila hay 4 personas formadas antes que ellos, Zurciman sabe que es ahora o nunca, con ágil movimiento toma la bolsa en la mano izquierda, voltea hacia atrás y al parecer nadie se dio cuenta del hurto, velozmente y a la vez dando la impresión de hacerlo tranquilo camina hacia la puerta de salida, un paso, dos, tres, cinco, nueve, doce, faltan unos cuantos para estar del otro lado, para salir del local, levantar la bolsa en alto y gritar con voz vibrante “ya tengo el poder”; catorce, diecisiete, veintidós, recuerda que son veintiséis los que ha de dar, los estima, jamás los conto con precisión, llegó ya, cruzó la puerta, misión exitosamente completada.

Zurciman se pierde en el pasillo, entre la multitud que ya se forma, se dirige hacia las escaleras y asciende al piso donde se encuentra su espacio seguro, el 4-b, aquel mismo donde yo he de volver a portar las gafas, aquel mismo donde dejaré de ser héroe, aquel mismo donde mi yo adulto será feliz, pues ha sido reparado un hueco más de la infancia.

Me despidieron, ya no tengo identidad ordinaria con la cual ocultar al superhéroe, todo se ha venido abajo, los huecos ahora se triplican, tuve que vender varios de mis tesoros.

Por mas niño-adulto que uno sea necesita comer, por más niño-adulto que uno sea necesita un trabajo, por más niño-adulto que uno sea ha de seguir en cierto grado las reglas, mantenerse en el trabajo en el horario marcado, no abandonarlo, avisar al jefe de alguna ausencia, por breve que sea, y sobre todo, por mas adulto-niño que uno sea, debe siempre cuidarse de no robar bolsas rojas hechas de lona, más cuando éstas en su interior guardan los juguetes del nieto consentido del dueño de una joyería, local 4-b, segundo piso de la plaza comercial.