Cuento “Yo no tengo sed” por Nora Coria

“La vida hay que soñarla para que sea cierta”, decía don Armando Tejada Gómez, el poeta, el salteño… Quizá tenía razón… no sé… sí, quizá… porque… con las últimas almendras yo masticaba, también, el fracaso de la espera, sin embargo, esa tarde, fue una revelación. Ahora no sólo estoy segura de que él leía mis pensamientos, sino que además, comprendía hasta lo ilimitado por qué yo lo esperaba leyendo, escribiendo, soñando. 

Yo había bajado al baño a refrescarme los ojos cansados y volvía a mi mesa, la del rinconcito con la distancia justa para que nos miráramos a gusto. Ahora no sólo estoy segura de que él leía mis pensamientos, sino que además, comprendía hasta lo ilimitado por qué yo lo esperaba siempre ahí, leyendo, escribiendo, soñando…  

Cuando entren, fíjense en mi mesa, es la que está junto a la puerta de la esquina, frente a un espejo y con la mejor vista: hacia la calle a la derecha, hacia el salón y justo al frente de la placa conmemorativa, a cuyo lado supo estar su foto, de traje y corbata, fumando, y con el ceño apenas fruncido, entre curioso y cuestionador. Su imagen estaba enmarcada con la simpleza del buen gusto. Fíjense bien, quizá ahí esté todavía, pero después, si van, si ven, si no ven… no me den detalles. 

Yo siempre me ubicaba ahí. Siempre. Y cuando encontraba mi mesa ocupada, maldecía de pie, expectante, hasta que la dejaban libre. Los mozos sabían que ése era mi lugar. Y más de una vez la desalojaron para mí. Con una actuación para el aplauso convencían a cualquiera para que cambiara ese sitio por otro y los ubicaban por ejemplo junto a las ventanas más grandes desde donde, si eran turistas extranjeros, podrían ver… qué se yo… the typical people walking. Y yo feliz… ¡como loca! porque con su complicidad recuperaba mi rinconcito de Avenida de Mayo y Perú. 

La cuestión es que la última vez que fui a la London, en cierto momento, advertí cómo el ambiente se iba poniendo distinto. No siendo la hora del cierre, era rara cierta impaciencia mal disimulada en los mozos, y el murmullo habitual, los sonidos de sillas, copas, bandejas… habían cambiado. 

Yo había pasado las horas como siempre, releyendo, café tras café, anotando algunas palabras, corrigiendo mis borradores, contemplando a intervalos sus ojos despiertos a pesar del vidrio que opacaba la foto, y distrayéndome con las burbujitas que se forman en el agua que nunca tomo.

Nunca lo había esperado tanto como esa tarde. Recuerdo todo perfectamente, recuerdo que… pedí la cuenta deseando que el mozo se apresurara en venir mientras me entretenía mirando las burbujitas del agua, y sabiendo que estaba por irme como tantas otras veces, con la asumida desilusión, pero esta vez llevándome algunos versos, preparé la billetera para pagar… Todavía no sé desde dónde se me acercó, porque cuando dejé de contar la plata y levanté la vista pensando que era el mozo, me encontré con su imagen… tan alto, elegantemente desaliñado, apretando con naturalidad el cigarrillo con su boca perfecta, y la mirada… fascinante y atemporal. 

No dijo nada, y yo, que tanto tenía para decirle, quedé muda. Se sentó frente a mí. Me imaginé roja, naranja, violeta, pero no pude revisar si mi habitual expresión de desaliento había transmutado en loca feliz, porque con su espalda ancha, con su estatura impresionante, tapaba el espejo. Tomó el vaso, miró el agua unos segundos y la bebió toda mirándome a los ojos, tan profundamente… 

Luego mis borradores se hicieron pequeños en sus manos. Por entonces yo escribía especialmente cuentos, excepto los versos de aquella tarde. Leyó varias páginas sin detenerse, sin una acotación siquiera sobre mi letra y desprolijidad. Eligió una de mis hojas… ¡el único poema que había escrito en mi vida!, y se la guardó en el bolsillo del saco. Después me quitó mi libro fetiche, ya saben o se imaginarán… ¡Los premios, claro! y con ese maravilloso tono afrancesado me dijo en voz baja “No son tiempos de greleer, son tiempos de escribir”. Fue justamente en ese momento cuando desvié la vista hacia el mozo que se acercaba para cobrarme, y entonces… entonces… ¡Julio ya no estaba! 

Juro que lo busqué entre todos los presentes, mesa por mesa, y bajé hasta los baños, entré en el de mujeres, entré en el de hombres. Finalmente corrí hacia la calle. El mozo me siguió hasta la puerta, creo que más preocupado por mí que por la cuenta sin pagar. Debe haber percibido mi angustia, porque me tomó del brazo con suavidad y me llevó a mi mesa. Me ofreció el vaso pero encontró, con sorpresa, que estaba vacío, y antes de que fuera a buscar otro con agua -que yo tampoco iba a tomar- le pregunté…  

—¿Y Julio? 

¡Ah, la foto de Julio Cortázar! Se cayó hace un rato, ¿no escuchó el alboroto? Se rompió el vidrio, pero le prometo que para mañana lo tenemos de nuevo ahí. Ahí mismo.         

Pagué y me despedí como siempre. Pero nunca volví a la London y evito caminar por esa cuadra para no tentarme… Después de aquello nunca pude terminar mis cuentos, sólo escribo poemas, y frecuento los barcitos de San Telmo. 

Ustedes vayan, vayan si quieren, y si quieren… siéntense en mi mesa, pero… después no me cuenten nada. No quiero saber qué pasó con su foto. 


Semblanza:

Nora Coria. Argentina 1958. Escritora y Profesora de Lengua española y Literatura. Correctora literaria, editora. Versos Vitales (2012), Identidad (2013), Miradas de sal y otras (2015), son sus libros; además cuentos y poemas suyos integran antologías, revistas y suplementos literarios en Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Cuba, España, México, Perú, República Dominicana, Sur de la Florida (E.E.U.U.), Uruguay.