Cuento «Vórtices» por Fernando Yacamán

Fotografía de Yazmín Ortega

y le dijo al General, las penas nunca maduran 
si pronto se curan con un trago de mezcal.

Los Cadetes de Linares

 

El altar a la virgen de Guadalupe centella con luces neón y ahora se encuentra arriba de la rockola, la señora que vende birria afuera de la catedral baila cumbia, en una mesa dos traileros juegan dominó, en otra, un grupo de viejos juegan a las cartas.

Nuestras miradas se encuentran.

—¡Salud por Valentina! y por ustedes, mis dos compadritos, los más chingones.

Saturnino invita la siguiente ronda de mezcales, Juan, con la lengua, humedece sus labios; bebemos en silencio y así nos perdemos en la noche. De vez en cuando nos vemos a los ojos, nomás para saber que aún podemos seguir de pie. Yo no sé por cuánto tiempo soportaré, porque la ausencia de Valentina está por sofocarme.

Tres noches de imaginar que está en los brazos de otro o muerta, tres noches de farra, ahogado en su recuerdo y buscándola en el muelle.

—¿Tan temprano y ya vas a volver a chillar…? Tú no te agüites, Salvador, pos sino, ¿para qué son los compadres? Nos quedaremos aquí hasta quemar el último cartucho y te cures la pena.

Saturnino es un hombre de palabras exactas, en los momentos precisos, pero hoy ni la aparición del santísimo podría quitar las ganas de acabar con mi vida.

Juan con el mismo cigarro prende otro y las venitas de sus ojos se hinchan.

—Mira, cabrón, tienes de dos: la olvidas o la olvidas o la olvidas; ya fueron tres, pero es de sabios olvidar a quién te hiere. ¡Salud!

Brindo con Juan, sólo por brindar. Esta noche el mezcal ya no quema las entrañas.

—Desde que Valentina no está sólo pienso en la muerte.

Saturnino toma el cigarro que dejó Juan en el cenicero, inhala, por su boca nace una cascada de humo.

—El problema es que esa mujer te cegó, pero un clavo saca otro clavo, hay millones de mujeres, miles de Valentinas. Escucha, ¿te acuerdas de mi prima Dolores?

—¿Dolores?

—Sí, Lolita, pues siempre ha querido algo contigo.

—No sé, no puedo arrancar a Valentina de mi cabeza, al cerrar los párpados encuentro su mirada, su boca, sus colmillos.

—¿Colmillos?

Juan cuando está borracho se cree discreto, pero lo caché mirando a Saturnino, puso su dedo índice en la sien y lo giró en círculos. Saturnino se acerca y, al abrir la boca, su aliento también apesta a cantina.

—Tranquilo, hasta el dolor más agudo se acaba, todo se muere.

¿Ellos qué saben? No conocen a Valentina. Sus ojos son dos luces rojas que andan en la oscuridad, al abrazarla sus escamas abren mi piel, mi sangre en su cuerpo es luz. En su pecho resuenan relámpagos, en sus labios la marea del océano y en la punta de su lengua danza el huracán que me destruye. Me pierdo en su vientre de abismo, en su profundidad un destello emerge de la arena y deslumbra cadáveres.

—El hombre que llora por un amor que no existe es un pendejo y tú eres de mis gallos más listos.

Juan ahora se cree el muy chingón, pero ya olvidó cuando tuvimos que aguantarlo por meses.

—No te vayas a morder la lengua que estabas de la chingada cuando murió el Capi.

—Mejor amar a un animal y no a una amante, además ¡ni tú, ni nadie se mete con el Capi!

La señora de la birria se fue bailando la cumbia que se mueran los feos, hasta la mesa de los ancianos que juegan a las cartas.

—El Capi fue mi compañero por doce años y a este zonzo una quimera le roba el alma en una semana.

—Quimeras las que te coges, pendejo.

Saturnino humedece su bigote al tomar mezcal.

—Si se ponen bravos me los madreo a los dos.

Las palabras de Saturnino imponen silencio, Juan me observa ceñudo; detesto su mirada y sus ojos embrutecidos. La señora de la birria ya está sentada en las piernas de un viejo que parece una calavera y fuman del mismo cigarro.

Pinche Juan, no me quita sus ojos de revólver.

Saturnino al beber mezcal; chorrea por su boca y rompe el silencio:

—Bebamos tranquilos y por esta noche olvidemos a los muertos.

—Valentina no está muerta, ella vive en la noche. ¿Les conté que en cualquier momento, en cualquier punto me esperaba en el malecón? No teníamos lugar, ni hora, pero siempre nos encontrábamos en la orilla del mar. La última noche que la vi, reaccioné cuando sacó mi rostro del agua jalándome de los cabellos. Al volver en mí, nuevamente me sumergió; a ella le divierte casi ahogarme.

Saturnino me mira a los ojos pero no escucha, Juan ve a la señora de la birria.

—¡Es más fuerte que yo! Como pude me la quité de encima. Intentó detenerme, pero sólo logró arañarme la espalda y abrió la piel. Cuando miré atrás había desaparecido. Yo no entiendo cómo no me desmayé en el camino. No quiero que el tiempo borre la cicatriz. Me arrepiento de no haber muerto en su abrazo, tal vez dejé de gustarle por cobarde.

¿Y sí ahora me está esperando?

La cumbia tronó una bocina de la rockola.

—¿Valentina es un molusco, un engendro, un cabrón?

La pregunta de Juan se ahoga en su risa.

Aprieto más los puños.

Me parece que Saturnino hace un esfuerzo por no soltar una carcajada. Que se vayan al carajo.

Al levantarme para ir al baño, alcancé a escuchar las palabras de Saturnino.

—Ya me tiene hasta la madre con la roña esa de la Valentina.

Él, mi amigo de las palabras acertadas.

Las cumbias suenan a ruido y sus letras retumban como una maldición. La virgen de Guadalupe cae de su altar y se hace añicos; sólo al idiota del cantinero se le ocurrió cambiarla arriba de la rockola. Un borracho al recoger los escombros de yeso se corta la mano y no se entera de la sangre.

Mis pisadas rechinan en el piso de madera.

El baño está libre. Años viniendo aquí y no me había dado cuenta en el óxido que carcome el lavabo. En este pinche tugurio no hay agua, por eso huele a mierda. Una cucaracha gorda atraviesa el lavabo e intento ahogarla con mi orina.

Quiero verme en un espejo, pero en este lugar, ¿qué hombre necesita ver su rostro?

La cucaracha, a pesar de mi orina, no muere y no muere.

 

—Qué pena me das.

Juan balbucea a mi lado, mientras baila con la señora de la birria que se cae de borracha sobre los escombros de la virgen, ni siquiera se han dado cuenta de la sangre en el piso que embarran en sus suelas. El borracho herido ya no se encuentra en la cantina, en la mesa dónde dos traileros jugaban dominó, uno se ha quedado dormido, en otra, los viejos siguen apostando y ríen a carcajadas, Saturnino ya pidió otra ronda de mezcales. A nadie le importa un carajo el hombre herido.

—¿Ya viste al pendejo de Juan? Es un asno al bailar pero ya le está metiendo mano. Hoy cena Pancho.

—¿Y, a mi qué? Iré a buscar a Valentina, me está esperando.

— Otra vez la misma cantaleta, mejor date un trago fuerte.

Saturnino se acabó el mezcal de un sorbo.

—¿Alguna vez has sentido lejanía entre tu cuerpo y tus pensamientos?

—No. ¿Por qué lo dices?

Saturnino pide un trago más.

—¿Por qué hacer daño a quién te quiere?

—Salvador, ya párale a tu desmadre.

—¿Alguna vez has pensado en acabar con todo?

—Valentina es un demonio, un monstruo dentro de ti…Mira, la fulana ya bateó a Juan. Ya no tendrá al Capi pero se le quedó la suerte de perro.

Juan camina tambaleándose y me observa con ojos iracundos.

—Si no encuentro a Valentina, ahora regreso. ¿Dónde dejé mi chamarra?

Juan escupe en el piso y cuando abre la boca, descubro los pocos dientes que le quedan.

—Estoy hasta la madre de escucharte. Ella no te está esperando, ni espera a nadie.

—No la conoces.

Juan me abraza, para decirme al oído.

—Yo ya me la cogí y hasta mi compadre.

—Nada más hablas por chingarme.

Me acerco, para dejarle bien claras mis palabras.

—¿Tú, qué me dices? Si sólo te ha amado un perro.

Juan me avienta.

 

La sangre de Juan escurre de mis nudillos, lo único que lamento son los golpes que le tocaron a Saturnino y cuando logró separarnos, su sentencia:

Vete de aquí y no vuelvas.

Antes de salir la mujer de la birria bailaba con el viejo calavera, muy juntitos y sus lágrimas se deslizaban hasta su escote.

Juan debe estar en el baño intentando limpiar la sangre de su  boca, pero sólo podrá hacerlo con mezcal, porque de ese tugurio no saldrá agua.

Aún escucho el escándalo de la cantina y ahora también el romper de las olas.

Valentina me espera a la orilla del mar.

¿Se habrá enamorado de otro o tal vez ahora los barcos pesqueros la mataron entre sus redes?

El nombre de Valentina inicia con dos líneas perpendiculares; dos ríos que desbordan en el mismo mar o donde convergen es el vórtice del abismo que me absorbe.

La luna llena resplandece como un pequeño sol en la oscuridad.

En el malecón un perro se pierde en la lejanía.

A esta distancia la cantina es una luz, un punto en el horizonte.

Miro de frente; sólo me queda el mar.

¡No me rechaces, Valentina!

La brisa del mar es tu aliento.

La marea el pulso de tu sangre.

Bajo las olas navegaré en tu vientre y esa será mi tumba.

No necesitaré más los zapatos, quiero sentir la arena en mis pies, soy parte de esta realidad.

Las estrellas se disparan en el infinito.

El horizonte que divide el mar del firmamento se une; la marea es la noche.

La ola se extiende.

Envuelve.

 

 

Semblanza:

Fernando Yacamán Neri (Ciudad de México, 1985).  Ha publicado dos libros de narrativa Ya quiero despertar (FOC 2014) y La pócima del diablo (Viernes Editores 2015). Su obra literaria se ha publicado en diversas antologías y revistas; nacionales y extranjeras. Con el apoyo del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Aguascalientes 2010, ha terminado y publicado en una antología su colección de cuentos Los ángeles del último sueño. Recibió el premio del segundo lugar Punto de Partida UNAM 2009, el premio Elena Poniatowska UAA 2009 y mención honorífica en el premio la Crónica como Antídoto UNAM 2014. Escribió la dramaturgia de la obra Destrozando el Tiempo que se ha presentado en diversos foros en la Ciudad de México. Su libro de narrativa El cuerpo de la noche (Casa Editorial Abismos) se encuentra próximo a publicarse.