Cuento » Una hora más» por Antonio Guevara

Eran las tres de la madrugada. Martín caminaba sobre el eje central Lázaro Cárdenas, a la altura del metro Garibaldi, dio media vuelta y regresó en dirección a la plaza de los mariachis.

Pasó por un bar de color azul con la pintura descarapelada; en el letrero se leía: «Bombay». Era la segunda vez en la noche que Martín hacía dicho recorrido. Se quedó sin dinero y mataba el tiempo hasta que abrieran el metro.

Cruzó una pequeña calle y se sentó en las escaleras de «El Tin Tan» otro bar que hace tiempo permanecía cerrado. El frío a esa hora era penetrante, golpeaba más fuerte cuando los automóviles dejaban una ventisca extra al pasar a cierta velocidad.

Marihuanos y ficheras pasaban frente a él, le brindaban una mirada refleja; de esas que se ocupan para reafirmar que se vio lo que se vio: un joven formando parte del tapiz urbano.

Martín llegó a Garibaldi a las 7:30 de la tarde-noche. Sabía que las ficheras más guapas aparecían como a las 10, por lo que fue a «El Tapanco» para tomarse una caguama.

El nombre del bar evocaba en Martín la novela de José Revueltas: «El Apando». Seguro por la suerte de pronunciación de la segunda sílaba en cada palabra y del ambiente espartano en ambos sitios. Luego de su alipús Martín salió a la plaza, caminar al aire libre era su técnica más efectiva para quitarse lo mareado por beber.

Los mariachis ofrecían sus servicios, algunos teporochos pedían monedas entre la multitud. Frente al bar «El Tenampa» unos extranjeros no dejaban de tomarse fotografías. Martín veía con gusto a las mujeres de aquel grupo, eran de piel lechosa que contrastaba con su piel morena.

La parte más clara en el cuerpo de Martín eran las palmas de sus manos; puso la mano izquierda frente a su rostro, la cerró, dejando fuera del puño al dedo índice; enfocó a las muchachas. Su dedo, a cierta distancia, era del tamaño y del color de las chicas. Martín lo movía de manera que acompañaba a las damas en sus actos. El dedo de Martín era un apuesto mexicano con quien se divertían esas hermosas mujeres.

Los policías daban sus rondines esperando ver a alguien bebiendo para remitirlo al juez cívico o dejarlo ir por alguna mochada. Martín recordaba que hubo una época —no muy lejana— en la que se podía beber a la mitad de la plaza sin que ningún uniformado molestara a nadie.

En medio del barullo Martín se sentó en una banca, faltaba poco para las 10:00pm. Sacó un celular, conectó sus audífonos y escuchó algunas canciones, sólo era una, que repetía varias veces, «Hikari», una canción que lo tranquilizaba.

Parecía mentira que en un ambiente dominado por el folclor nacional Martín escuchara música japonesa. No es que evitara la música mexicana, sólo que nunca pudo crear un vínculo hacia ella, tal vez por la generación que le tocó para crecer, donde lo predominante era la música comercial.

En cierta ocasión leyó que desde la aparición del mariachi, en Jalisco, los músicos amenizaban fiestas locales, luego varios de ellos, con el sueño de triunfar en la Ciudad de México, terminaron sí, por darle identidad al género; aunque los que no fueron bendecidos con la fama acabaron en la miseria. Un pésimo lugar —pensó Martín— para los que cimentaron al mariachi, ahora y desde hace tiempo reconocido a nivel mundial.

Terminó de escuchar la canción. Apagó el celular y observó que frente al «Museo del Tequila y del Mezcal» comenzaban a llegar con mayor afluencia tanto vehículos particulares como taxis.

Encaminó sus pasos hacia otro bar llamado: «El Deli», en ese momento el establecimiento estaba ampliado y remodelado pero los clientes habituales sabían que en su momento «El Deli» era más pequeño que «El Tapanco». Ahora ostentaba un nombre muy nais, con la idea de atraer más clientes, aunque los empleados de ahí, de otros bares y las chicas, continuaban llamándolo: «El Deli».

Martín recordó que hace meses pasó toda la noche en ese bar, era martes, un día lento para los negocios del giro, la fichera que estaba con él se quedó dormida a las dos de la madrugada. Martín se quitó su chamarra y tapó con ella a la muchacha, puso la cabeza de ésta sobre su pecho para que la mujer descansara mejor.

Dicho acercamiento fue el momento de mayor intimidad que Martín había pasado en mucho tiempo, por lo que le tomó cariño y era de sus chicas favoritas, aunque sólo la vio un par de veces más y luego ella dejó de frecuentar la zona. Martín reflexionaba sobre el nombre del lugar, pensó que «Deli» era el diminutivo de algo pero no supo de qué, exploró ciertas opciones: deli-cioso, tenía su lógica pero descartó esa idea de inmediato, deli-cado, otra reflexión desechada salvo por su gusto en cigarros, deli-rante, una buena aproximación pero seguro ésa no era la fuente original, deli-ctivo, Martín sabía que tampoco aquella conjetura era acertada pero aquella noche fue lo único que quiso pensar.

 

Al entrar en el bar preguntó por Andrea, estaba ocupada. Pasó junto a la mesa de ésta y con una seña discreta le indicó que iba a estar en la barra, ella asintió y le regaló una fugaz sonrisa. Aquella señal tenía un significado: con un cliente, Andrea podía estar  un rato o toda la noche, si la segunda opción se presentara Martín tendría que buscar otra chica pero de presentarse el primer escenario ella sería suya; era su convenio no escrito.

Ya en la barra Martín bebió una cerveza, observó a las chicas a su alrededor he invitó a una para acompañarlo. La fichera le dejó la chela en $30 pesos. Mientras bebían y platicaban de trivialidades, la mujer se mostraba seductora y alegre, lo que animó a Martín a rodearle la cintura con sus brazos, luego la besó discretamente en el cuello y después en los labios.

Muchos pensarían que la muchacha tenía vocación para su trabajo, pero no, eso era juego previo y Martín lo sabía, porque no importa la idea preconcebida que se tenga sobre las ficheras, la mayoría lo hacen por necesidad y no les gusta que cualquier hijo de vecino, nada más por pagarles los tragos, les anden metiendo mano.

Por ahí de su tercera cerveza la mujer le dijo a Martín que fueran a un hotel, le dejaba una hora de sexo en $400 pesos. Él se negó de forma cortés, argumentando no llevar tanto dinero, la muchacha paulatinamente dejó de ser cariñosa y pidió el dinero de su consumo, se alejó, seguro para probar suerte en otra parte.

Martín relacionó ese comportamiento con la antigua banda de «Las goteras», que con un modus operandi similar, enganchaban a hombres muy borrachos y en algún momento del acto ponían gotas de un medicamento oftalmológico en la bebida de éstos para desmayarlos y quitarles sus objetos de valor.

El caso más sonado de esta banda fue cuando dos luchadores profesionales fueron a Garibaldi, en aquella ocasión las gotas oftalmológicas desencadenaron una reacción extraña en sus organismos que los mató. La banda fue desarticulada, aunque ya se escuchaban rumores de una nueva organización que repetía las acciones de «Las goteras», por lo que Martín no quiso exponerse.

Andrea apareció y bebió con Martín hasta las 2:30 de la madrugada.

Sólo quedaban $20 pesos en el bolsillo de Martín, apenas lo justo para llegar a su casa. Andrea ya bebía con otro sujeto. A las 4 de la madrugada los bares bajaban sus cortinas metálicas. Los taxis que ya conocían estos horarios comenzaban a aparecer para subir a los clientes que se iban por su propio pie, a los que los meseros tenían que cargar y meter en los coches y algunos iban expresamente para recoger a las muchachas.

Martín había realizado el recorrido sobre el Eje Central —de metro Garibaldi a la plaza— unas cinco veces, se había recostado en varias bancas intentando dormir, sin conseguirlo. Varios policías se percataron de su constante ir y venir pero pasaban de él.

Martín agradeció el poco interés que generaba en los uniformados, aunque también se preguntó:
—« ¿A poco me verán tan jodido que no sienten la necesidad de sacarme el dinero que no tengo?»

Martín se quedó fuera de «El Deli», Andrea salió tambaleándose a eso de las 5:30 de la mañana; vio al joven protegiéndose del frío y se le acercó. Un taxi ya la esperaba.

—« ¿Sigues aquí?»
—«Te estaba esperando».

Mentía, pero no tenía gran cosa que hacer a esas horas, la chica lo abrazó, Martín le robó un beso en los labios y con el pretexto de ayudarla a caminar le pasó con lujuria sus manos por las caderas y la cintura, ella suspiró un: «No» apenas audible.

Llegaron al taxi y antes de subir Andrea le dijo al oído: «Para la otra me voy contigo cuando no te gastes lo que no traes».

—«Pinche vieja, no me invitó ni a dormir un rato y eso que soy de sus habituales».

Andrea prescindió de su compañía, los policías ni lo volteaban a ver, el frío lo invitaba a retirarse, el sueño tampoco quiso acompañarlo, su único consuelo era que en 20 minutos abrirían el metro.

Varias personas se encontraban frente a la estación Garibaldi. Comenzaba a amanecer. Martín era el único postrado en la entrada directa a los andenes. Se le hizo rara la parsimonia de la gente, la atribuyó a que era domingo. Un policía pasó por el interior de la estación, Martín le dijo:

—« ¿Poli, ya mero abren?»
—…
—« ¿Abren a las 6, no?»
—«No joven, el domingo se abre hasta las siete».
—…

 

 

Semblanza:

Antonio Guevara. 1982. Nació en el Estado de México. Escritor y promotor cultural. Ha escrito los libros: Astillas del carácter (2013), Humano Frag/mentado (2015), Voz del Cadáver (2016) e Instantes en la Mente de Nadie (2017). Ha participado en FIL Zócalo (2015, 2016), FIL Minería (2016) y publicado en diferentes revistas físicas y digitales.