Cuento «Una flauta para el silencio» Antonia María Carrascal

Aunque vino de lejos, don Amadeo ya adoptó todas las costumbres de la localidad y viste como vestimos en el pueblito y hasta tiene la misma cadencia que tenemos en el pueblito, cuando habla. Ya se jubiló, pero sigue haciendo el mismo recorrido como si cada mañana tuviera que abrir las puertas de la escuela como hizo por más de treinta años.

Esta mañana también paseó su cuerpo enjuto por lo que llaman el Terrizo y allí sostuvo una larga charla con el Gilberto (los dos íbamos juntos a la escuela), que estaba en la puerta del estanco. Después metió sus narizotas en  el carro del buhonero y le cambió un cesto de doña Rosita, que en paz descanse, por una flauta. Mirándola, no sé qué recuerdos pasaron por su enorme cabeza, que una lágrima asomó por detrás de sus gruesas lentes desgastadas.

Me paré ante él:

—Buenos días don Amadeo —Reprimí las ganas de preguntarle a dónde iba tan temprano porque ya lo sabía y él también sabía que en el pueblo, todos conocemos los pasos de los demás—. No tenía idea de que le gustara a usted tocar la flauta.

Sorprendido por mis palabras se llevó el dedo índice al ojo y restregó la humedad.

—Hola, Clarita,  no te esperaba. ¿De llevar los niños a la escuela?

—De eso mismo, don Amadeo. Le preguntaba por la razón de la flauta. Nunca nos dijo en la escuela que la supiera tocar.

—Ah, Clarita, hubiera mentido si lo hubiera  dicho.

—Bueno, nunca es tarde… Ahora tiene usted más tiempo.
Así no se le harán largas las horas… Me han dicho que, a parte de este paseo por las mañanas, ya no vuelve usted a salir en todo el día.

—Así es, Clarita, porque fíjate que todas las horas son pocas para acompañar a Rosa, que se enfada solo porque salgo este rato…

Yo, empeñada en devolver al maestro parte de la solicitud con que nos trató siempre, iba a reñirle con cariño para que no pasara en la casa tantas horas solo, cuando reparé en lo que acababa de decir.

—Ah, qué alegría, ¿tiene usted en casa a alguna sobrina de doña Rosita?

—No, hija, no. Se aproximó más a mí para acompañar el tono confidencial. Quien está conmigo es mi Rosa, doña Rosita como aquí le decían. Es que… ¿sabes?, ella no se entera de que ha muerto.

El sol había salido de entre las nubes y ahora daba de lleno a don Amadeo. Iluminado así, reparé en pequeños descuidos que antes no había observado: no es que se estuviera dejando crecer  la barba, era que llevaba varios días sin afeitar. En la camisa faltaba un botón y sobraban manchas y en su persona había una sensación de desvalimiento que yo no había apreciado antes.

Iba a lanzar una expresión de incredulidad cuando un pensamiento me hizo ser más cauta. Como si lo que acababa de oír fuera de lo más cotidiano, solicité:

—Explíqueme, don Amadeo. ¿Cómo es eso de que Doña Rosita no sabe que ha muerto?

—Sí, sí. Claro que lo sabe, pero no se quiere enterar. Yo le digo que debe abandonar la casa y marcharse a donde tenga que ir, pero ella dice que lo que quiero es perderla de vista. Si al menos se estuviera callada… pero ahora es más reñidora que nunca y se pasa el día corrigiéndome cómo tengo que hacer la comida, el lavado, la compra…

—Querrá que aprenda Vd. a hacerlo bien. Que aprenda a cuidarse ahora que está solo —comenté sin demostrar mi extrañeza.

—Esas no son maneras, hija, y créeme que de pedagogía yo entiendo algo.

Habíamos caminado hasta la plaza  donde se hallaba su casa, pero yo no quería despedirme sin saber con seguridad qué estaba pasando en la cabeza de mi antiguo profesor.

—¿Y dice Vd. que doña Rosita no se ha ido? —pregunté sentándome en uno de los bancos de troncos sin pulir que se repartían por la plaza. Mi gesto obligó también a don Amadeo.

—No del todo. A veces parece que sí, pero en cuanto me relajo y hago algo a lo rufián la oigo chasquear repetidamente y su crítica me cae como una pedrada.

—¿Y le gusta a doña Rosita la idea de que cambie su cesto por la flauta?

—Ah, pero eso no he de concedérselo. Cuando yo era tan pequeño que podría cabalgar  en un escarabajo, iba con mi hermano mayor a guardar ovejas. Él era apenas un dedo más alto que yo, pero  siempre cuidó de mí como quien cuida de los hijos que la vida adjudica. Tocaba la flauta en las tardes en que las sombras se acurrucan y esperan entre los riscos para sacar lustre a los fantasmas del miedo. Su flauta alegre, dispersaba esas sombras y daba confianza. Le daba alegría a las mañanas brumosas y, después de dar buena cuenta al mediodía del queso y poco más, sonaba soñolienta sustituyendo el canto de los pájaros que asentaban mudos sus plumas en las ramas, hasta que al sol se le iba la ira y templaba sus rayos en las faldas de la tarde.  Luego la flauta callaba y el silencio era como una melodía sin notas  que sacaba las tensiones del cuerpo y agrandaba el alma. Era la voz de Dios que llegaba descalza para enseñar al niño lo que había de ser el hombre…

Escuchándolo, recordé cómo ya en la segunda etapa de la EGB, me extasiaban los textos que nos leía y que siempre sospeché procedían de su pluma. Aquellos relatos me aficionaron a la literatura y, en el diario deber de la redacción, yo intentaba emular su estilo. Aún conservo los cuadernos en que con el sempiterno bolígrafo verde (nunca usaba el rojo como si procurara  no herir con sus enmiendas), corregía con cariño mis errores y alentaba mis aciertos.

—Él nunca abandonó las ovejas…

Don Amadeo  retomó el relato después de una pausa breve en la que yo me había perdido en los recuerdos. El anciano profesor, como si necesitara seguir vertiendo su memoria reanudó la conversación.

—Bastián era su nombre… Ayudó primero a mi padre a pagar mis estudios y más adelante se hizo cargo de la totalidad hasta que me vio sentado tras una mesa y ante una pizarra. Creo que nunca le agradecí su entrega… Por eso hoy, cuando he visto su flauta entre las baratijas del buhonero, he corrido hasta mi casa para llevarle algo para cambiar…

Sonrió con tristeza y levantó hacia mí sus ojos húmedos.

—Tenías que haber escuchado los gritos de Rosita. No entendía que era la flauta de mi hermano y que había de hacerme con ella.

Acarició la gastada madera mirándola con ternura.

—La necesito para traer el silencio a mis oídos como en aquellas tardes…

Don Amadeo dio por terminada la charla y se incorporó doloroso permitiendo que su cuerpo se estirara un poquito más a cada paso.

—Me ha gustado mucho charlar un ratito contigo, Clarita, pero vete, o llegarás tarde a la escuela, y dile… dile a tus compañeros que se estén tranquilos y no alboroten, que yo… llego enseguida.

Semblanza:

Antonia María Carrascal, autora nacida en Sevilla y residente en  Carmona, diplomada en Ciencias de la Educación por la Universidad de Sevilla. Es poeta, novelista, crítica literaria y prologuista. Fue co-fundadora del grupo poético BARRO de Sevilla y miembro fundador del club internacional de escritores online PALABRA SOBRE PALABRA, siendo Miembro de Honor del mismo hasta 2014. Es miembro del colectivo de socios del Ateneo de Sevilla; del Centro Andaluz de las Letras (C.A.L.) y comisionada para Los Alcores de la Asociación Colegial de Escritores de Sevilla, Andalucía y España (A.C.E.). También pertenece a la Asociación Andaluza de Escritores y Críticos Literarios “Críticos del Sur” (A.A.E.C.). Ha publicado 4 libros de poesía y uno de narrativa.