Cuento «Una de esas horas» por José Luis Díaz Marcos

 

Cuál es su cargo,

Soy director de servicio,

O sea, alguien que no conoce nada de la vida real,

Las intermitencias de la muerte

                                            José Saramago

 

 

«¡Quién, quién me mandaría!», lamentó doña Piedad, funcionaria con casi catorce trienios de servicio, que se dice pronto, a sus espaldas. «El Derecho Romano lo inventé yo», había reído en situaciones más halagüeñas, desde luego, que la presente. «¡Pues no me atrevería, ni me atrevo, a contradecirle!», había continuado siempre alguien, medio en broma medio en serio, dada su soltura a la hora de recitar el universo jurídico.

No en vano, la siempre laboriosa Piedad se había recluido en la tumba de su estudio durante miles y miles de horas, varios decenios antes y después de conseguir plaza, para asumir un apabullante cosmos normativo que, por mor de los repasos y sus estrategias mnemotécnicas, ella había fijado en los accidentes del techo: la humedad era la ley fulana; la grieta, el reglamento mengano; el pegote, el código zutano…

Fue precisamente durante una de esas horas, distraído el interés por la súbita sombra de su jubilación, frontera ya visible en el horizonte, cuando doña Piedad cayó, o se dejó caer, no sabemos, en la trampa de la melancolía:

«¿Ha merecido la pena el esfuerzo, el sacrificio, la renuncia? Sí. Pero, también, al mismo tiempo… ¡Ay, el tiempo! ¡Siempre, para todo! Si hubiese contemplado las estrellas, las de verdad, durante la décima parte siquiera de todo ese tiempo que he dedicado a distinguir estas otras de escayola y artículos…

»¿Qué hecho yo en la vida aparte de aplicar pautas? Debo admitirlo: ni mucho ni demasiado bueno. Por eso estoy, entre otras cosas, como casi siempre he estado: sola. Muy a mi pesar, maestro Borges, creo que yo también he cometido, ahora lo veo, el peor de los pecados: no haber sido feliz. No, al menos, en lo personal, en lo íntimo.

»Porque, si lo pienso, ¿qué… qué he vivido? ¿Qué he visto? ¿Adónde, por ejemplo, adónde he viajado? ¡A ninguna parte! Mejor dicho: a ninguna parte auténtica, genuina. Lo mío han sido, pues eso: cuatro escenarios de cartón piedra para turistas que encima están, como aquel que dice, a cuatro calles de aquí. Qué deprimente…

»Aunque, patetismo aparte, y después de todo, quizá no toda la culpa sea mía. Recuerdo haber leído en algún titular que los seres humanos, fauna, también fauna, de costumbres sencillas y reproducibles, viven, vivimos, en un radio máximo de diez kilómetros: familia, trabajo, amigos… ¡De aquí para allá y de allá para aquí! ¡Voy y vengo, vengo y voy! Eso decía, o dicen que decía, la prestigiosa universidad de turno.

»¡Pero son excusas! ¡Qué demonios! ¡¿A quién quiero engañar?! La culpa es mía y solo mía porque, como escribe Juan José Millás en El orden alfabético, saber mucho en clase no exime de ser muy tonto en el patio. Porque soy al mismo tiempo muy lista y muy idiota. Porque, como uno de esos personajes, que se defiende de sus problemas estudiando inglés, yo me defiendo de los míos, de la puñetera vida, estudiando unas leyes que tampoco me salvarán de morirme. ¡Porque soy una idiota, sí! ¡Y una cobarde! ¡Y una…!».

Detuvo la mirada en su firmamento de escayola y artículos.

«Pero aún… aún estoy a tiempo de eso, de no seguir perdiendo mi tiempo, el único que en verdad hay. De apiadarme, que para algo me llamo así, de mí misma por una vez en la vida: ¡Arre, borriquita! ¡Arre, burra, arre! ¡Vive más deprisa, que llegamos tarde!

»¡Decidido! ¡Se acabaron los pretextos: mañana mismo pido quince días de vacaciones, sí o sí, y me gasto dos o tres de las pagas extra que tengo pudriéndose en el banco desde hace siglos! Así, aunque no sea mucho, que luego a mí también, como a todo hijo de vecino antes del patatús, me quiten lo bailado».

Y, de este ánimo, doña Piedad, funcionaria con casi catorce trienios de servicio, que se dice pronto, a sus espaldas, se lio la desesperación a la cabeza y puso, literalmente, rumbo a…

«¡Virgen, qué sofoquina hace aquí! ¡Buf! ¡Y cuánta, cuantísima vegetación: nunca creí que la selva amazónica fuese tan eso, tan selva! En las películas y documentales se ve lo que hay, sí, pero parece menos… ¡Y los bichos! ¡Ay, los bichos! Habrá que ver dónde pisa una… ¡Con tanto verde y con lo traicioneros que son, aquí te atropella un elefante sin que lo veas venir!

»Suerte que los guías del grupo, según la agencia de viajes, son nativos y conocen esto como yo mi pueblo, que si no… Por cierto… ¿D, dónde…? ¡Si… si iban…! ¡Ay, madre: si estaban aquí mismito! A ver… ¡Calma, que lejos, muy lejos, no pueden estar! Si veníamos desde… ¿Por ahí? No… ¡No: ese pedrusco no me suena! ¿Y por…? No, creo que tampoco… Puede que… Si el norte está… Y el sur… ¡Ay! ¡¡Ay, que me he perdido a ocho mil kilómetros de casa!!

»¡¿Y… y si los llamo, que es lo lógico?! Si me pongo a gritar como una loca, me oyen seguro. Luego pasaré la vergüenza de explicarme, sí, pero ande yo localizada, ríase la gente. Aunque, claro, ahora que lo pienso: me oirán ellos y toda la fauna carnívora y venenosa de la región. ¡Igual el grupo se asusta y, en lugar de acercarse, huye para que me devoren solo a mí, que chichas, encima, tampoco me faltan! ¡Y, entonces, sí que adiós muy buenas!

»Mejor cierro la boca y, con un poco de suerte, quién sabe, hasta me echan de menos, y aunque solo sea para evitar el descrédito de perder a una clienta, los señores guías también se apiadan, como yo misma, de la pobre Piedad.

»¡Quién, quién me mandaría! ¡Yo, que de pequeña, y alguna vez de mayor, me he perdido entre los tiestos de parques urbanos, voy y saco los pies del mío para venir a redimirme, nada más y nada menos, qué audaz es la ignorancia, a la selva!

»Mi lugar no es este. ¡Ni en sueños! ¡Va a ser este! Pero tampoco, temo, ningún otro. Mi mundo es el de mis libros, mundo que ni aquí abandono y que, salvo para morirme, nunca abandonaré porque, creo, únicamente a él pertenezco. ¡Sí, Millás, a ti te digo! ¡Menudo ojo el tuyo cuando, aun sin conocerme, escribiste que yo en clase me sé la lección de pe a pa, sí, pero que luego, en el patio, soy más tonta que el tontito Abundio! ¡Anda que no!».

Resignada y exhausta, indefensa y desnuda ante un medio insensible a los civilizados argumentos, verbigracia, como ella misma diría, de la ley fulana, del reglamento mengano o del código zutano, Piedad, la funcionaria Piedad, se acurrucó entre las hojas: «Y, ahora, a resistir sin meterme con nadie: que de la única ley que se aplica por aquí, la ley de la jungla, yo no sé ni papa».

Despertó allí mismo horas después, aún sola y también viva, supuso. Era ya de noche. Levantó la vista y, asomado entre la espesura, distinguió un charco de auténticas estrellas.

«¡Qué preciosidad! ¡Y, estando bajo su mismo cielo, he tenido que ver las orejas al lobo del tiempo y extraviarme en otro continente, mira tú qué cosas, para volver a sentirlas! No tengo disculpa. ¡Ay, Señor! Escúchame: si me permites regresar a mis tristes luces de escayola y artículos, te prometo… te prometo adorar las tuyas, las auténticas, como a Ti mismo durante el resto de mis noches. Te prometo aprender a vivir como Tú, y creo que como yo también, a pesar de mi cobardía, merecemos. Perdóname. Perdóname, Tú que puedes».