Cuento “Una ciudad distinta de otras” por Álex Rivera de los Ríos

Ha tenido suerte de llegar durante un día soleado y alegre. Piensa: en el pronóstico de tiempo decían que en esta ciudad suele haber aguaceros y un calor sofocante, pero no: hoy es una ciudad llena de vida. Antes de abordar un taxi se acerca a una tienda, compra el diario de la ciudad y revisa los datos más resaltantes del día. Es un hábito adquirido en muchos años de viajes. Durante el trayecto al hotel chequea el diario y mira de soslayo a las personas, las casas y los parques de la ciudad con sus colores y tamaños variados. Las personas son ligeras, como de una corporeidad liviana: los niños andan en shorts y con el torso desnudo; las mujeres lucen vestidos floreados y los hombres guayaberas y sandalias de látex. Piensa: la ciudad los ha hecho así, diferentes, como la gente en el resto de ciudades que visité este mes y el mes anterior. Luego sus ojos se distraen y se concentran en la maleta colocada en su regazo.

La maleta, además de documentos de la oficina y unos cuantos artículos de escritorio, contiene la computadora portátil donde está registrada la información de sus años de trabajo y de su vida personal. Durante las dos horas y media de vuelo ha escrito mucho y de manera prolija. Piensa: de algún modo he trabajado intensamente este día.

El taxista, un anciano de cabeza calva salpicada con manchas hepáticas, le sonríe a través del retrovisor, le hace preguntas y le describe los atractivos de la ciudad, los mejores lugares para comer, dónde disfrutar de las bebidas locales o ver a las mujeres más hermosas de esta parte del país. Él no lo escucha, pero como no quiere parecer maleducado, asiente cada cuanto o hace gestos con las cejas que satisfacen a su guía. Cuando el taxi se detiene frente al hotel, procura entregarle una buena propina al anciano y se despide. El hotel es un edificio de tres pisos pintado de azul y tiene ventanas abiertas de par en par. En la recepción hay una muchacha que lo recibe con una sonrisa amable. Debe tener veinte o veintiún años. Tiene el cabello largo y húmedo, peinado en cascada, y aparte de una blusa floreada viste un short que permite apreciar, desde la tarima de la recepción, unos muslos torneados y muy bronceados. Piensa: es el rasgo femenino de esta ciudad. Son mujeres muy atractivas cuando niñas, pero de adultas se harán gordas, pesimistas y nostálgicas. Es una ciudad distinta, con gente distinta. Cada ciudad tiene cosas distintas. Yo conozco muchas.

—Es un bonito día —anuncia la muchacha, alegremente.

—Así es —responde él.

—El hotel está vacío. Los huéspedes salieron a disfrutar de la ciudad. Es un buen día para pasear. 

—Es comprensible —asiente él.

Luego ella le pregunta si tiene reservación y el responde que sí, y entonces le dicta sus nombres y apellidos. La muchacha revisa en su registro y lo encuentra.

—Su habitación es la número treinta y dos —sonríe—. Es un placer hospedarlo aquí. Espero que disfrute de su estancia.

Él le da las gracias y trata de evitar mirarla a los ojos. Se ha percatado de que la muchacha tiene cierto interés en sus facciones, en su ropa y en su forma de caminar. Antes de subir a su habitación, mientras le entregaba la llave, le ha guiñado un ojo y él ha respondido con indiferencia.

En la habitación hay un olor suave a lavanda, las sábanas de la cama son de lino blanco y el aire frutado de la ciudad ingresa por la ventana abierta. Siente deseos de echarse en la cama y dormir, pero rápidamente desiste de ese primer impulso. Piensa: es una cama cómoda, suave, donde se puede dormir profundamente. Igual que en las camas de otros hoteles en otras ciudades diferentes. He dormido en muchas camas.

Luego de extraer la computadora de la maleta junto con el cable de energía, recuerda que no se ha cambiado de camisa desde que subió al avión. Cuidadosamente saca una de la maleta (su única muda en este viaje) y se la pone. Entonces el celular que tiene en el bolsillo del pantalón comienza a vibrar. Contesta.

—Sí, acabo de llegar —confirma—. Por suerte no hubo contratiempos.

—No olvides retornar mañana temprano —escucha la voz masculina al otro lado de la línea—. Este trato es importante y generará muchos beneficios para la empresa.

—Siempre dices lo mismo cada vez que viajo a una nueva ciudad.

—Porque es así —replica la otra voz—. Se trata de una ciudad con mucho potencial.

—Es una hermosa ciudad.

—Dices lo mismo cada vez que viajas a un nuevo lugar.

—Lo es. Y también es una ciudad distinta de otras.

—También repites siempre eso —masculla la voz.

Se despiden. Después de enjugarse el rostro en el lavabo, acerca una silla a la ventana y se sienta. Ve pasar los automóviles, las bicicletas y a las personas que, a esa hora del día, como le había informado la muchacha de la recepción, aprovechan para pasear. Al lado de la ventana hay un árbol frondoso y él, si se animara a estirar el brazo, podría tocar sus hojas color violeta y los frutos que emergen, dispares, de ellas. Observa a unos loros trepando por las ramas: dan tumbos y emiten roncos gorjeos. Cree ver a una guacamaya, pero se da cuenta de que es una visión incierta, recreada por la protuberancia del árbol. Piensa: es una ciudad distinta con atractivos distintos. Todo es distinto en cada ciudad.

Finalmente se levanta de la silla y, suspirando, se dice a sí mismo que ha perdido ya demasiado tiempo. La computadora está en el velador, al lado de la cama. Él sabe que no es necesario encenderla de nuevo: ha escrito suficiente en el avión. El cable de energía es lo primero que ha acomodado al ingresar. Con parsimonia y laboriosidad, lo ha amarrado fuertemente en el dintel de la puerta del baño. Piensa: es un baño limpio donde pueden tomarse duchas calientes o frías luego del trabajo. Todo depende del clima del lugar que se visite. 

El cable es grueso y lo ha usado durante tanto tiempo que está seguro de su resistencia y eficacia. Tras dejar todo en su lugar, se acerca a la puerta y hace con él un triple nudo y le da forma con los dedos. Se cerciora de la correcta posición de la silla bajo sus pies, de su equilibrio, y envuelve su cuello fuertemente. Mide la distancia, se impulsa y, sin más, se deja caer sobre la punta de los pies. 

Es un golpe sordo y a la vez calamitoso. El crujido de la madera resuena en el aire y espanta a las aves aposentadas en el árbol de afuera. Desvanecidas quedan las patadas contra la nada, o los bufidos ahogados y los rasguños desesperados. Hay un grito, un estertor como un globo desinflándose, pero nadie lo escucha. El hotel está vacío. Ha tenido suerte de llegar durante un día soleado y fresco: afuera están los huéspedes, absortos, disfrutando de la belleza y los desconocidos atractivos de la ciudad.