Cuento «Último café en Buenos Aires» por Ezequiel Fernández

Saltaban los dedos ¡tac-tac-tac!, sobre el teclado de la computadora portátil, de un lado al otro, saltaban los dedos ¡tac-tac-tac!, como un reloj de noche ¡tac-tac-tac!. De a ratos se detenía en algún punto y seguido, en alguna coma. Algo que estaba allí, pero había que reformular en la recursiva noche de primavera, apretaba los dientes al otro lado de la persiana cerrada de la cocina, temblando como una bomba azul a punto de estallar. Pau-sa. Mate. Se levantó de la silla. Quizás, algo de cautela se levantó con él. Giró la llave del gas y encendió el fuego de la hornalla; al poner la pava en el fuego, un soplido sedoso aulló como un flautín. El perro dormía y siguió durmiendo. Ordenó un poco los papeles y los libros acumulados en la mesa para hacer espacio. El silencio era un es-cupitajo en el cielo estrellado. Volvió a sentarse tras el teclado ¡tac-tac-tac!, saltaban los dedos ¡tac-tac-tac!, y se sentía suave y espumoso, como si tuviera un conejo entre sus manos ¡tac-tac-tac!, crecía la literatura como la barriga de un sapo bostezado. La tapa de la pava empezó a tartamudear rápidamente y se apresuró a quitarla del fuego. El perro dormía, y siguió durmiendo. Volvió a sentarse frente a la computadora poniendo la pava del lado izquierdo y quitándole la tapa para que se enfríe un poco. En el encuadre vacío de la cocina sintió una presencia maligna, como unos ojos amarillos detrás de sí que parpadearon un par de veces antes de esconderse entre las ollas y la vajilla que se había olvidado de guardar. Omitiendo esa sensación que le apretaba los tobillos cambió de parecer drásticamente y se puso a batir café. Batía el café con preocupación, cada vez un poco –imperceptiblemente, pero seguro– más rápido, y más y más rápido. Dejó el café batido un instante y garabateo algunas notas en su libreta. Se sentó otra vez ¡tac-tac-tac!, el teclado rebotaba bajo sus yemas ¡tac-tac-tac! ,martillando las palabras cada vez más vacías hasta que ¡tac-tac-tac!, un sonido débil pero posible lo detuvo por com-pleto. Se volteó en seguida sólo para reconocer una cocina vacía y unos platos que se había olvidado de guardar. Miró a la pantalla y estaba allí su texto, en una oración a medio terminar. Se encogió de hombros y miró la taza de café batido sin agua. La pava ya debía de haberse enfriado; por otro lado, era tarde y estaba cansado como para tomar café. Se limitó a seguir escribiendo ¡tac-tac-tac!, y nuevamente ¡tac-tac-tac! El sonido, esta vez llamativamente más cercano lo hizo saltar de la silla como un fósforo recién prendido. Fue hasta el baño y encendió la luz. No había nada allí. No había nada allí excepto esa sensación siniestra de que un par de ojos amarillos parpadeaban en algún lado de forma maligna. Por las dudas, se quitó los zapatos para no hacer ruido, tomó el revólver que escondía en el cajón de los medicamentos, y echó llave al cerrojo que daba a la calle. Revisó el resto de la casa cautelosamente con un ligero temblor en el pulso. Revisó sus cejas pobladas frente al espejo y su cara sin afeitar. Sintió que algo le ardía en la planta de los pies. Sintió el calor del miedo acariciándole los tobillos. Sintió una presencia maligna parpadeando en la cocina sus ojazos amarillos y se dirigió hacia allí violenta y estrepitosamente sólo para encontrarse con una habitación vacía, medio texto sin terminar, el perro que dormía (y seguía durmiendo), y una taza de café humeante y recién hecho junto a la pava que tartamudeaba sobre la hornalla prendida.